Escrito por: relato_sub
1398 palabras
Los días que siguieron a ese encuentro fueron una extraña mezcla de normalidad y total disrupción. Externamente, mi vida continuaba igual: despertarme temprano, ir al gimnasio a primera hora, trabajar, volver a casa, cenar solo, dormir. Pero internamente, algo fundamental había cambiado.
Mi mente reproducía constantemente cada detalle de lo sucedido en aquel apartamento. Me encontraba en mitad de una tarea rutinaria y, de repente, recordaba la sensación de sus dedos recorriendo mi espalda o el peso de su polla en mi lengua. En esos momentos tenía que detenerme, respirar profundamente y luchar contra la erección inmediata que esos recuerdos provocaban.
Por las noches, tumbado en la cama, intentaba racionalizar lo ocurrido. ¿Cómo era posible que yo, el tipo que evitaba mirar a los ojos al recepcionista del gimnasio, hubiera permitido que un completo desconocido me tratara como a una pieza de ganado en una subasta? ¿Cómo podía haberme arrodillado ante él, dejar que examinara mi cuerpo como si fuera de su propiedad, mamar su verga hasta ahogarme y tragarme su semen sin cuestionar nada?
La contradicción me desvelaba. Yo, que había construido un sistema de vida para minimizar el contacto humano, que sentía ansiedad ante la más mínima interacción social, me había sentido extrañamente cómodo en mi sumisión ante él. No había tenido que pensar, no había tenido que decidir, no había tenido que hablar. Solo obedecer.
Y luego estaba el asunto de la masturbación. Cinco días habían pasado ya y, sorprendentemente, seguía cumpliendo su orden de no tocarme. Mi polla reaccionaba al más mínimo estímulo, pero algo en mí se resistía a darme placer, como si esa decisión ya no me perteneciera.
Cada mañana entraba al gimnasio con el corazón acelerado, escaneando el espacio en busca de su silueta. Pero no volvió a aparecer. El lugar donde solía entrenar permanecía vacío, y me sorprendí a mí mismo sintiendo una decepción casi física cada vez que confirmaba su ausencia.
Para el séptimo día, la excitación constante, no aliviada, se había convertido en una especie de dolor sordo que me acompañaba a todas partes. Me costaba concentrarme en el trabajo, me irritaba por pequeñeces, dormía mal. La presión en mis testículos era casi insoportable.
En la noche del octavo día, no pude más. Sentado frente a mi portátil, abrí Xtudr y busqué su perfil. Las manos me temblaban ligeramente cuando cliqué en el botón de mensaje.
"Hola. Sigo sin tocarme, como me ordenaste. Por favor, dime algo. Necesito verte otra vez."
Releí el mensaje tres veces antes de enviarlo. Sonaba desesperado, patético incluso, pero era exactamente cómo me sentía. Pulsé "enviar" y solté un suspiro tembloroso.
Al día siguiente, cuando ya casi había perdido la esperanza, el teléfono vibró con una notificación. Mensaje nuevo en Xtudr. Madr...
Mi lugar en el mundo 4. La larga espera.
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