Cierra los ojos

El sonido del motor me desperezó de mi letargo. Mi cara se hundió en el colchón blando y frio. Mis fosas nasales se inundaron de ese olor a moho y humedad al que no me acababa de acostumbrar. Con el paso de los días había dejado de oler la suciedad de mi ropa, de mi piel, pero aquel colchón odioso seguía oliendo como el primer día. Igual que cuando mi cara encapuchada lo beso por primera vez.

No te das cuenta de lo potente que son los sentidos hasta que te privan de uno. Me pasaba las horas a oscuras y cuando me quitaba la capucha cerraba los ojos fuerte.
Todavía resonaba en mi cabeza aquella hostia que me dio con la mano abierta, pero con una fuerza que nunca había sentido en mis carnes. Un pitido sordo que aumentó y que se clavó en mi tímpano taladrando mi cerebro. Él me recogió enseguida del suelo y me palpó la cara para ver si me había roto algún hueso. Yo me quejaba aunque él intentaba ser cuidadoso. El olor y sabor metálico de la sangre inundó mi boca, y junto a su voz lejana empezaron a imponerse al dolor.

• ¡Cierra los ojos, joder!
• Lo siento. – Musité.
• Te dije que cerrases los ojos. Teníamos un trato.

Era verdad. Había incumplido mi parte. La tentación de verle la cara había sido demasiado para mí. Me levantó y pude notar la fuerza de sus músculos, las venas marcadas en sus antebrazos y la suavidad de su abundante vello.

Él era distinto a su compañero. Me cuidaba. Al principio solo me daba la comida y recogía el apestoso cubo donde hacía mis necesidades. Con los días fue cambiando. Era más amable. Me empezó atar las manos delante, a pesar de que su compañero le decía que debía atarlas a la espalda y mucho más fuerte. El mejor momento del día era, cuando después de cerciorarse de que su compañero no iba a volver, entraba y me desataba. La cuerda rugosa que erosionaba mis manos se aflojaba y el acariciaba mis heridas. Las tocaba lentamente, mientras sentía como mi sangre volvía a recorrerlas. Sus manos callosas, vastas, me producían un dolor placentero. Un hormigueo que se subía hacía mis dedos. A veces las miraba de cerca recreándose, mientras sentía su aliento cálido que calmaba mi dolor.

No recuerdo el tiempo que pasó hasta que me atreví a pedirle darme una ducha. Supongo que mucho, porque no se negó. El tiempo es escurridizo cuando la oscuridad y el hastío te inunda hasta que pierdes la esperanza. Pasas de querer vivir, a querer morir. Hasta que ya no quieres nada. Respiras, hueles, comes, obedeces. Ya no hay sentimientos excepto en momentos puntuales. Como cuando de repente, necesitas una ducha para sentirte un ser humano.

El me llevó al baño sin decirme nada. Nunca hablábamos. Solo lo básico para darme alguna orden. A veces intentaba cambiar el tono de su voz, haciéndolo más grave si cabe, supongo que para que no lo reconociese. Otras se olvidaba y escuc...