La Princesa del Conserje. Capítulo 1: El Encuentro Inesperado

La Torre GNB se alzaba como un monolito de cristal y acero, un templo del poder donde Montgomery "Monty" Sterling reinaba sin discusión. En el piso 50, su oficina era un santuario de opulencia: escritorio de caoba italiana, lámparas de diseño danés, y ventanales que convertían la ciudad en un tapiz de luces sumisas a sus pies. Monty, de 38 años, era la perfección encarnada: 1.75 metros de estatura, cuerpo esculpido por entrenadores de élite, piel suave como seda gracias a cremas suizas de 500 dólares el frasco. Su cabello castaño oscuro, cortado con precisión quirúrgica, enmarcaba un rostro de pómulos altos, mandíbula afilada y ojos azules que podían hacer temblar a un subordinado con una sola mirada. Esa noche vestía un traje azul marino a medida, camisa blanca impecable, corbata de seda burdeos y gemelos de platino que brillaban como estrellas. Sus zapatos Oxford, ahora manchados, valían más que el salario mensual de cualquier conserje.

Eran las 10:47 p.m. El edificio estaba desierto, salvo por el zumbido lejano de un aspirador. Monty, agotado por una fusión de 500 millones, guardó su tableta en el maletín Hermés, se puso el abrigo de cachemira y tomó el ascensor privado. En el espejo del ascensor, alisó una arruga imaginaria. Todo en su vida era control. Todo.

Al salir al vestíbulo de mármol blanco, sus pasos resonaron como disparos. Entonces, su pie derecho chocó con un balde de agua sucia olvidado en el pasillo. El balde se volcó con un chapoteo obsceno, el agua jabonosa salpicando sus zapatos, empapando el cuero italiano y subiendo por el borde de sus pantalones a medida.

"¡HIJO DE PUTA!", rugió Monty, la voz cortando el silencio como una cuchilla. Se agachó, furioso, rozando el cuero arruinado con dedos temblorosos. "¡QUÉ DEMONIOS ES ESTO? ¡ALGUIEN VA A PAGAR POR ESTO!"

Desde las sombras laterales, una figura emergió con lentitud felina. Bruno Kowalski, el conserje nocturno, apareció empujando un carrito de limpieza cargado de productos químicos, trapos sucios y botellas de desinfectante. A sus 55 años, Bruno era un titán: 1.90 metros de músculo puro, hombros anchos como una puerta, brazos veteados por venas gruesas y cicatrices de décadas de trabajo físico. Su overol azul estaba manchado de grasa, polvo y sudor, con la cremallera bajada hasta el ombligo, revelando un pecho velloso y bronceado donde una cadena de plata colgaba contra la piel. Su cabello grisáceo, corto y desordenado, contrastaba con una barba incipiente que le daba un aire de lobo hambriento. Sus manos callosas sostenían un trapeador, y sus ojos marrones, brillando con malicia pura, se clavaron en Monty mientras una sonrisa torcida se formaba en sus labios carnosos y húmedos.

"Uy, jefe," gruñó Bruno, su voz grave y ronca, con un acento obrero que arrastraba las vocales como si las saboreara. "Parece que tus zapatos de ejecutivo acaban de meterse en mi agua sucia. Mis...