El cuento del sastre

Después de la cena, el posadero nos condujo a nuestros aposentos, dando al Obispo un dormitorio aislado para el solo; y a su comitiva, en la que tuvo a bien incluirme, nos llevó a un dormitorio comunal amplio en el que se ubicaban distintas literas, de tal suerte que acabé en el camastro inferior al que ocupaba el Capitán, con gran alegría por mi parte, que desde el principio me había sentido atraído por aquel militar. Cansado del día, el Capitán se despojó de sus botas, jubón y camisa, quedando en calzas mondas. Yo, por mi parte, me desnudé entero y me cubrí con las cobijas de aquel catre, en las que hallé, a la par que calor, la compañía de algunas pulgas y piojos que me entretuvieron mientras me alcanzaba el sueño.
A mi olfato llegaba el aroma del Capitán. ¿A qué huele un hombre antes del sueño? Me llegaba el olor de sus pies, cansados del encierro en sus botas, liberando efluvios de sudor y camino, de marcha y batalla. Me llegaba el perfume de sus axilas, envuelto en el esfuerzo del brazo luchador, y el aroma herbáceo del pecho musculoso. Podía distinguir incluso, sin asco ni desdén, los olores de su culo y su verga, olores espesos de semen, orines y mierda, que dejaban en el aire la imagen olfativa de su virilidad. ¿Puede enamorarse uno de un olor? Todos ellos, como cuerdas invisibles, se enredaban en mi cuerpo, lo ataban, lo alzaban. Anudaban aquí y allá mis cansados pedazos, se enroscaban en mi cuello hasta la asfixia, cruzaban el torso, ligaban mis muñecas a mis testículos, iban hacia atrás y cruzaban entre las nalgas, apretando con crueldad el ano, dejando mi cuerpo suspendido del sueño del Capitán y de mi sueño, con la polla erguida, sintiendo un irresistible placer.
Desperté sudoroso y mojado, con la entrepierna pegajosa por haberme derramado durante la noche. Afuera alboreaba. La litera del Capitán estaba vacía.
Salí al patio a vaciar vientre y vejiga, y a lavarme en la alberca. Ví que el Capitán, venía de allí, atándose la camisa con apuro, lo cual me resultó extraño, porque no mostraba pudor alguno con el resto de su cuerpo, y mostraba sus hermosos huevos al aire, con aquel glorioso pollón que los anticipaba, y que incluso en reposo se mostraba largo, grueso y flexible, bamboleando como un badajo campanero y campanudo. Me saludó al pasar con un ligero gesto, y yo respondí ceremonioso con una reverencia, más por acercar la vista a su cintura que por cortesía de cortesano.
Fue frugal el desayuno, pues el Obispo dispuso que, dado que peregrinábamos en pos de perdón e indulgencia a la tumba del Santo, hiciéramos alguna penitencia restringiendo la gula, que ya se sabe que los eclesiásticos no son mucho de restringir pecados como la lujuria o la avaricia. Y así, sin más que una taza de leche y un mendrugo de pan de la víspera, nos pusimos de nuevo en marcha hacia Canterbury.
Mi atracción por el Capitán, tras la noche pasada, literalmente, bajo su cuerpo, ...