El maduro del bosque

El sol ya se había escondido tras las colinas, dejando el cielo teñido de un naranja sucio que se desvanecía en la penumbra. Había decidido salir a caminar por el sendero olvidado que cruzaba el bosque, a unos kilómetros de la ciudad. Nadie venía por aquí, o eso creía yo. El aire olía a tierra húmeda y pino, y el silencio solo lo rompía el crujir de las hojas bajo mis botas. Estaba solo, o eso pensaba, hasta que lo vi.

Apoyado contra un árbol, con una camisa de leñador a medio desabrochar y unos vaqueros que marcaban más de lo necesario, estaba él. Un maduro, de unos cincuenta, con el pelo canoso revuelto, barba de tres días y unos ojos que parecían comerme vivo. No era un modelo de revista, pero había algo en su postura, en la manera en que me miró, que me hizo parar en seco.

—¿Qué haces por aquí, pequeño? —dijo con una voz grave que me erizó la piel.

—Solo... camino —respondí, intentando sonar casual, aunque mi corazón ya latía como tambor.

Se acercó, lento, como un lobo acechando. Olía a sudor limpio, a hombre que ha pasado el día al aire libre. Me acorraló contra un tronco, su cuerpo grande y sólido a centímetros del mío.

—No parece que estés solo para caminar —susurró, y antes de que pudiera responder, su mano ya estaba en mi cintura, bajando sin permiso hacia mi entrepierna.

No me resistí. No quería. Sus dedos, ásperos y fuertes, desabrocharon mi cinturón con una facilidad que me dejó sin aliento. Me bajó los pantalones de un tirón, y el aire fresco chocó contra mi piel desnuda. Estaba duro, joder, y él lo sabía. Se lamió los labios, arrodillándose frente a mí, y sin decir nada, me la metió en la boca. Fue directo, sin juegos, succionando con una intensidad que me hizo gemir como nunca. Sus manos apretaban mis muslos, manteniéndome en el sitio mientras su lengua hacía estragos.

—Buen chico —gruñó entre lamidas, y esas palabras me encendieron aún más.

No sé cuánto tiempo pasó, pero cuando se levantó, sus ojos tenían un brillo salvaje. Me dio la vuelta sin preguntar, empujándome contra el árbol. La corteza raspaba mi pecho, pero no me importó. Escuché el sonido de su cinturón al desabrocharse, el roce de la tela al caer. Escupió en su mano, y sentí la humedad resbalando entre mis nalgas.

—Relájate, pequeño —dijo, y su voz tenía un tono que no admitía discusión.

Entró despacio al principio, pero no se contuvo mucho. Era grande, más de lo que esperaba, y el estirón me arrancó un gemido que resonó en el bosque. Me folló con fuerza, sus caderas chocando contra mí, sus manos agarrándome como si fuera suyo. El ritmo era brutal, cada embestida me hacía perder el control, y el bosque entero parecía vibrar con nosotros.

—Joder, qué culito tan rico —jadeó, y sus palabras me llevaron al límite.

No s�...