Capítulo 1 / inicios del Cuckold /

Me llamo Raúl a mis 32 años, alto, con un cuerpo velludo y trabajado por el gimnasio, me sentía seguro, pero siempre consciente de que Adrián, con sus 28, era el que robaba el aliento. Moreno, lampiño, con un rostro de ángulos afilados y un cuerpo tallado en mármol, Adrián era mi orgullo y mi obsesión. Durante meses, en la intimidad de nuestra cama, habíamos hablado de mi fantasía: verlo entregarse a otro hombre, ser un voyeur de su éxtasis, dejar que mi morbo se desatara como un incendio. Al principio, él se reía, pensando que bromeaba. Pero cuando vio el hambre en mis ojos, empezó a considerarlo. “No quiero hacerte sentir menos, Raúl,” me dijo una noche, sus manos trazando círculos en mi pecho velludo. “Nunca serías menos,” respondí, besando su cuello. “Solo quiero verte libre, ardiendo, especialmente en nuestro aniversario.”

Esa noche, en el bar del hotel, el aire vibraba con música suave, risas y el tintineo de vasos. Adrián estaba radiante, su camisa blanca desabotonada insinuando los músculos de su torso. El whisky que bebíamos disolvía nuestras inhibiciones, el calor del licor mezclándose con la emoción de estar celebrando nuestro amor en este paraíso. Entonces lo vi: un hombre maduro, de unos 52 años, sentado en la barra. Carlos, se presentó después. Era puro músculo, con un pecho amplio cubierto de vello grisáceo que asomaba por su camisa desabotonada. Sus brazos, como troncos, se flexionaban con cada movimiento, y su mirada, firme y confiada, se clavó en Adrián como un depredador midiendo a su presa.

“Te está devorando con los ojos,” le susurré a Adrián, mi voz temblando de excitación, el morbo de nuestra fantasía cobrando vida en nuestro aniversario. Él se sonrojó, pero no apartó la vista, sus labios curvándose en una sonrisa nerviosa. “¿Crees que debería hablarle?” preguntó, inseguro, sus dedos rozando mi mano. Mi corazón dio un vuelco, el calor subiendo por mi entrepierna. “Hazlo,” dije, apretando su mano. “Por mí. Por nosotros. Por esta noche especial.”

Carlos se inclinó ligeramente desde su asiento en la barra, su mirada recorriendo a Adrián con una intensidad que cargó el aire. Sus ojos, oscuros y astutos, se deslizaron brevemente hacia mí, evaluándome con una sonrisa apenas perceptible. “Se ve que saben disfrutar de una noche como esta,” dijo, su voz grave y aterciopelada, levantando su vaso en un brindis lejano. Hizo una pausa, dejando que el silencio se llenara con la música suave del bar, antes de añadir: “¿Por qué no se acercan? Las copas saben mejor cuando se comparten.” Su tono era una invitación envuelta en desafío, sus dedos rozando el borde de su vaso con una lentitud que prometía más que una simple bebida.

Adrián me miró, buscando mi aprobación, y asentí, mi pulso acelerándose. Nos acercamos, el whisky amplificando la tensión. Carlos era un maestro en mantener el juego, sus ...