Escrito por: 42Daniel
500 palabras
Ese invierno, con 18 años, estudiando en la Universidad, decidí trabajar en la cosecha de naranjas, en mi pueblo, para pagarme los estudios que hasta entonces me habían costeado mis padres.
El trabajo era duro, por el frío en las mañanas y por la carga de las cajas ya llenas en el camión, y yo era de complexión delgada y me tenía que esforzar cada día para estar a la altura de mis compañeros.
Yo no tenía pluma, me reprimía y forzaba la voz a veces, pero algo debieron de notar los más jóvenes del grupo, cuando no seguía sus comentarios machistas ni las conversaciones de fútbol y mujeres.
Paco era un hombre que pasaba de los 60 años, pero que mantenía un cuerpo fuerte y potente para su edad, sin gimnasios, solo el trabajo en el campo, decía.
Se quejaba de que su mujer cada día iba poniendo más excusas para el sexo. Él siempre tenía ganas y se mataba a pajas, se lamentaba. Porque tenía una educación cabal, repetía, y no quería ni ponerle los cuernos ni, menos aún, ir de putas con los amigos.
Quizá había notado mis miradas disimuladas: Me excitaba su cuerpo macizo y natural, el vello de sus antebrazos ya muy canoso, y, lo más, el pecho completamente blanquecino cuando, a última hora, se cambiaba la camisa sudada por una limpia.
Yo, ya en mi casa, me pajeaba pensando en él siempre.
No podía imaginar lo que iba a suceder esa tarde cuando terminamos y, yo creí que casualmente, se ofreció a llevarme a casa en su vieja furgoneta de segunda mano. Los dos solos.
Se conocía bien los caminos de la huerta pero noté que tomaba una dirección desconocida para mí. Paró en un lugar alejado de la carretera, para fumarse un cigarrillo, me dijo.
“A veces he notado que me miras cuando me cambio de camiseta, Daniel”. ¿”Te gusta mirarme? ¿Eres maricón?”. “No pasa nada, cada uno es como es”. “Antes de casarme, como mi novia no quería follar, tenía un amigo así, que me la mamaba,...y me daba mucho gusto”.
Estuve a punto de abrir la puerta y echar a correr, en la dirección que yo sabía que llevaba a mi casa.
“Si mi mujer no quiere y yo no quiero engañarla con otra, que por lo menos me hagan una mamada, no es pecado”, dijo. “Vamos”, cogió una linterna de la guantera y salió de la furgo, haciéndome señales para que lo siguiera, atrás.
Había unas mantas en la parte trasera que él había preparado ya: unas para servirle de asiento y otras para que me arrodillara delante de él. Me fue indicando.
Pero ya no dijo nada más para que no nos descubrieran: sólo jadeos y los golpes con sus manos callosas en mi cara y en mi cabeza para que la tragara toda. Y no tardó en correrse y llenarme la boca.
“¿Te han follado ya el culo, Daniel? ¿No? Otro día te lo estrenaré, pues.” Fue su despedida cuando paró delante de la casa de mis padres, para que me ap...
Primera mamada
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