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LOS CUENTOS DE CANTERBURY
PRÓLOGO
Sostiene Jacopo della Voragine (y quién soy yo para desmentirle), que Santo Tomás de Canterbury fue asesinado en el año de 1174 por soldados al servicio del rey de Inglaterra, y la muerte le vino de que unos cuantos sicarios arremetieran contra él, le cortaran la cabeza con una espada y destrozaran con saña su cráneo, quedando sus sesos esparcidos sobre el pavimento de la catedral. Pero el santo, de quien también se dice que vestía como ropa interior camisa y calzoncillos de piel de cabra, junto a cilicios y otros instrumentos de mortificación, salió milagrero desde el primer minuto de su muerte, y siguió derramando su gracia entre los fieles que acudían su tumba a rezar e implorar el perdón de sus pecados.
No por mortificación y penitencia, sino siguiendo mis oscuros deseos de hallar placer en el dolor, he vestido y visto diversos instrumentos torturantes, que si fuera yo santo, ya me habrían ganado el cielo: pinzas en los pezones, máquinas de castidad que aprisionan mi polla y le impiden dolorosamente expandirse cuando es el caso, todo tipo de juguetes que imitan falos masculinos en mi culo, y otros más atroces instrumentos, que al cabo se muestran fuentes de éxtasis tanto para el santo como para el pecador.
Pero a pesar de mis pecados, o quizá a causa de ellos, también decidí yo irme de peregrino a la tumba del Santo, y como tantos otros, hacer mi camino hacia Canterbury por ver de sentir el gozo que cuantos me precedieron en la peregrinación manifiestan haber sentido.
No es fácil peregrinar en estos tiempos: la abundancia de peregrinos ha atraído a las rutas de peregrinación tantos facinerosos como penitentes, y menudean los ladrones, estafadores, asesinos, bandidos y asaltantes, lo mismo en el camino de San Jacobo que en el de Roma, Tierra Santa o, más modestamente, Canterbury. Es por ello que se ha hecho costumbre peregrinar en compañía, y ya desde un buen principio decidí asociarme a la comitiva del Obispo de Ulm, que andaba con su séquito de criados y algunos militares, a quienes no dejé de apreciar por barbados, viriles y bien dotados, como era de ver por el bulto en las calzas. Viajaban también con nosotros algunos burgueses, comerciantes de distintos géneros, y algunas familias que se veían acomodadas y de bien, pues no se suelen admitir en estos grupos peregrinos pobres y andrajosos (que bien pueden los pobres peregrinar en solitario, pues poco les pueden robar en el camino).
Nos pusimos en marcha al alba, para aprovechar al máximo la luz del día, y no habíamos andado una hora cuando un Capitán bien apuesto a pesar de algunas cicatrices que le serpenteaban el rostro, con voz tonante se dirigió a todos nosotros, diciendo:
¡Amigos! ¡Compañeros! Bien sabéis todos que nos queda un largo viaje que hacer juntos, y lo importante es que ninguno desfallezca, y pueda llegar a la tumba del Santo y postrarse allí, y no en medio del...
El cuento del soldado
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