Escrito por: Hogger
4448 palabras
La tormenta azotaba el Albatros con una violencia sin tregua, confundiéndose el oscuro cielo con el mar embravecido. Los cañones sujetos con sogas gruesas, se mantenían firmes bajo la vigilancia constante de Sean Malley, el artillero jefe. El irlandés, de rostro parcialmente cubierto por cicatrices de quemaduras antiguas, recorría la cubierta en rondas constantes, revisando amarres y murmurando para sí fórmulas de pólvora para mantener la mente estable.
Pierre Lenoir estaba al timón. Había amarrado su cintura a la estructura para no ser arrastrado por la fuerza del viento. Su cuerpo se aferraba como un alga a la roca, guiando al barco con una precisión casi profética. Sabía que no se podía domar un temporal, solo negociar con él.
Diego se dirigió a las celdas para ver a los prisioneros. Encontró a varios sentados, con los grilletes sueltos para que pudieran sujetarse mejor y evitar lesiones. Sin embargo, uno no lograba mantenerse estable: Rodrigo , inconsciente, rodaba de un lado a otro con cada sacudida del barco, golpeándose contra los bancos y los barrotes.
El cartagenero no encontró las llaves en la pared. En una maniobra ágil, cuando el andaluz cayó cerca de las rejas, lo tomó por los hombros y lo atrajo hacia sí, apretándolo con fuerza. La madera crujía como si se partiera, pero el carpintero del Albatros ya se encargaría de reparar mástiles y cubiertas. Por ahora, su misión era proteger a ese hombre.
En su camarote, el capitán intentaba trazar rutas de evasión que la marea y el viento se negaban a respetar. Fue entonces cuando una polea suelta estalló contra una de las ventanas del camarote, haciéndola añicos. La decisión fue inmediata. Salió. Al abrir la escotilla que daba a cubierta, recibió una ráfaga de agua helada en el rostro, mezcla de lluvia dulce y salitre caribeño. Frente a él, su contramaestre Miguel, dominaba la cubierta con un imponente grito:
—¡Se ha roto una anilla de la vela cangreja!
Sin pensarlo, Tomás se lanzó hacia la base del mástil de mesana. A su lado, como una sombra fiel entre las jarcias, se movía Abasi Mensah. El africano, experto en combate cuerpo a cuerpo se había ganado un lugar en el Albatros. Bajo un cielo más amable, era un ayudante silencioso de las maniobras de vela, pero en medio del caos, se transformaba en un ancla humana.
Ambos treparon el mástil como si el temporal no existiera. Las manos de Tomás resbalaban sobre la soga mojada, los músculos tensos bajo la ropa empapada. La tela se le pegaba al cuerpo, revelando cada contorno mientras ascendía, salpicado de agua y espuma. Abasi subía con fluidez felina unos metros más abajo, pendiente de cualquier fallo de su compañero.
Llegaron hasta la vela superior, donde una de las anillas se había roto. Tomás se aferró con los dientes apretados y comenzó a asegurarla con una cuerda, mientras su amigo estabilizaba...
Capitulo 3: Sudando salitre
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