Escrito por: pabliski
975 palabras
Álvaro y Diego se conocieron en primero de bachillerato, un martes cualquiera en el que a Álvaro se le olvidó el bolígrafo y Diego, sentado en la mesa de al lado, se lo prestó con una sonrisa tímida y un movimiento de muñeca tan expresivo que parecía coreografiado.
Álvaro, de 22 años, alto, delgado, sin un gesto que delatara su orientación, había crecido navegando entre dos mundos: el suyo, donde los chicos le gustaban desde siempre, y el de los demás, donde nunca sintió la presión de justificarlo. Un día, simplemente lo dijo y la vida siguió como si nada. Aun así, en el instituto, pocas personas sabían que era gay. Cuando supo que Diego también lo era, sintió un alivio secreto: por fin alguien con quien hablar de ciertas cosas sin filtros, sin temor a medir cada palabra.
Diego, un año más joven de aspecto aunque tuvieran la misma edad, era todo lo contrario: bajito, con un nerviosismo constante en las manos, una voz que se volvía frágil en momentos serios, y una forma de moverse que siempre parecía estar contando una historia silenciosa. Nunca tuvo que “salir del armario” porque todo el mundo asumió su verdad incluso antes que él mismo. Esa certeza ajena lo acompañó como una sombra: a veces protectora, a veces asfixiante.
Con el tiempo, su amistad se convirtió en una especie de pacto tácito. Álvaro encontraba en Diego un espejo donde podía hablar libremente de deseos y miedos que nunca confesaba a los demás; Diego hallaba en Álvaro un lugar seguro donde su pluma no era motivo de burla ni de juicio. Entre ambos había una complicidad hecha de risas privadas, mensajes a medianoche y miradas que podían resumir conversaciones enteras.
Pese a que han cambiado desde aquellos días, su amistad sigue siendo ese refugio al que siempre vuelven, como quien regresa a casa y encuentra que las paredes huelen igual que hace años.
Durante años, fueron inseparables. Pero últimamente, Diego había empezado a alejarse. Mensajes sin responder, planes que se cancelaban en el último momento, excusas vagas que sonaban ensayadas. Álvaro sospechaba que el motivo tenía nombre y apodo: el moro. No lo era, claro, pero así lo llamaba él por pura manía, quizá por la imagen de misterio que el hombre proyectaba.
El “moro” era un tipo que imponía solo con estar de pie: más de cuarenta, hombros anchos, barba siempre al límite de lo descuidado, y una voz grave que parecía no necesitar subir el tono para mandar. Vestía simple, pero todo en él transmitía dominio; tenía esa forma de mirar que parecía medir y clasificar a la gente en segundos. Álvaro no confiaba en él, y menos aún en lo que su presencia estaba haciendo con Diego.
Pasaron casi seis meses sin noticias de Diego. Medio año en el que los mensajes de Álvaro quedaron sin responder, hasta que él mismo dejó de insistir. Había asumido que lo había perdido.
Hasta que, una noche, a las dos y pico de la madrugada, el m...
Me sacrifico por mi amigo.
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