Escrito por: AmoNorte1994
1293 palabras
La cabaña de troncos centenarios se alzaba entre abedules y pinos, aislada del mundo pero equipada con todas las comodidades de lujo. Alejandro bajó del coche, inhaló el aire húmedo y sintió cómo su ciudad desaparecía, reemplazada por el murmullo del bosque y el olor a madera envejecida. Dormía ahí cada verano, huyendo del asfalto, del poder, del prestigio. Pero este año, algo cambiaría.
El primer día fue de silencio, lectura y caminatas suaves junto a senderos arbolados. En su interior, la mente se ordenaba por primera vez en meses. No sabía que el verdadero caos venía a buscarlo.
El segundo día, mientras preparaba la cena —un risotto que solía saber delicioso, pero le supo a nada— escuchó golpes suaves en la puerta principal.
Abrió sin mirar por la mirilla. Un hombre alto, cubierto de polvo, barba entrecana de varios días y ojos grises clavados en él. La camisa rasgada, el pantalón manchado, los dedos cortados por ramas. Respiraba con dificultad.
—Perdido… hace dos días… no encuentro ruta —dijo el desconocido con voz ronca.
Alejandro, piedra fría cuando era necesario, lo invitó sin vacilar:
—Entra, por favor. Te haré una infusión.
Lo condujo al baño enorme con azulejos claros. Diego se desnudó sin prólogo, permitió la ducha tibia que le limpió el cuerpo y, mientras Alejandro aplicaba crema y vendajes en sus heridas, sintió el primer vértigo. No era solo compasión. Había algo eléctrico entre los cuerpos que ya no ignoraba.
Vestido con ropa limpia cedida por Alejandro, Diego agradeció sin postureos:
—Gracias… no sabía si sobrevivía otra noche.
Y Alejandro lo miró:
—¿Y si no hubieras llegado?
Diego raspó la mandíbula: silencio. Luego murmuró:
—No habría importado.
Ambos supieron entonces que esta historia no sería solo hospitalidad… y que el sosiego del bosque ocultaba un cazador que lo observaba desde su mirada gris.
La noche llegó. El viento agitaba las ramas. Diego se sentaba a la mesa con Alejandro, comieron con calma. El rubor de la primera comida juntos en días, y la tensión constante. Luego, Diego se inclinó. Sus manos en el torso del ejecutivo, sus dedos firmes, ojos fijos.
—¿Tú… siempre tan perfecto?
—No —respondió Alejandro al borde de la piel—. Pero me pagan por aparentarlo.
Diego sonrió sin revelar demasiado. Luego: “¿Veo tus llaves?”. Las guardó en su mano. Alejandro sintió un hormigueo. En su corazón. En su entrepierna. Diego se besó los dedos tras sostener las llaves. Como si la melodía del poder se activara en ese gesto.
Llegaron a la habitación principal. Cama amplia, sábanas enfundadas, velas suaves encendidas. Diego nunca dudó:
—Quiero que entiendas algo esta noche. No eres tú quien manda.
Alejandro ...
Me folló el montañero perdido
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