Escrito por: faethj8i
1009 palabras
El gimnasio estaba casi vacío, solo el eco de las pesas chocando contra el suelo y el zumbido de las máquinas llenaban el aire cargado de sudor. Era tarde, casi medianoche, y la luz fluorescente parpadeaba débilmente sobre los espejos que cubrían las paredes. Yo estaba terminando mi rutina, empapado, con la camiseta pegada al torso y el calor subiéndome por el cuello. Frente a mí, en la zona de pesas libres, estaba él. Un hombre mayor, de unos cuarenta y tantos, con el cuerpo sólido como una roca, cubierto de vello oscuro que se asomaba por el borde de su camiseta sin mangas. Sus brazos eran gruesos, venas marcadas bajo la piel bronceada, y cada vez que levantaba una mancuerna, los músculos de su espalda se tensaban de una forma que me hacía tragar saliva.
Lo había visto antes, siempre en silencio, con esa mirada intensa que parecía atravesarme. Hoy, sin embargo, algo cambió. Cuando terminé mi última serie, lo pillé mirándome por el espejo. No apartó la vista. Sus ojos, oscuros y hambrientos, me recorrieron de arriba abajo, deteniéndose en mis shorts ajustados. Sentí un escalofrío, pero no de miedo. Era otra cosa, algo que me encendió por dentro.
Me acerqué al área de estiramientos, más por instinto que por necesidad, y él dejó las pesas con un golpe seco. Se acercó, lento, como un depredador que sabe que no necesita correr. Sin decir nada, se colocó detrás de mí mientras yo estaba inclinado, estirando los isquios. Sentí su presencia antes de verlo, el calor de su cuerpo a centímetros del mío. El aire se volvió denso, cargado de una tensión que me hizo contener el aliento.
—Buen esfuerzo hoy —dijo, con una voz grave que vibró en mi pecho. No era una pregunta, era una afirmación. Me enderecé, girándome apenas, y ahí estaba, tan cerca que podía oler su sudor mezclado con un rastro de colonia fuerte. Sus ojos no se apartaban de los míos, y una sonrisa torcida se dibujó en su rostro.
—Gracias —respondí, con la voz más firme de lo que esperaba. Pero mi cuerpo ya estaba reaccionando, mi pulso acelerado, una presión creciendo bajo mis shorts.
Sin mediar palabra, me puso una mano en el hombro, firme, pesada. Me guio hacia el fondo del gimnasio, donde las luces eran más tenues y las máquinas de cardio estaban apagadas. No había nadie más. El silencio era casi ensordecedor, roto solo por el sonido de nuestros pasos y mi respiración entrecortada. Me empujó contra la pared, no con violencia, pero con una autoridad que me hizo obedecer sin pensarlo. Sus manos, grandes y callosas, se deslizaron por mi cintura, bajando hasta el borde de mis shorts. Sentí su aliento caliente en mi nuca mientras sus dedos se colaban bajo la tela, rozando la piel sensible de mis caderas.
—Te he visto entrenar —susurró, con la boca tan cerca de mi oído que sus labios rozaron el lóbulo—. Sé lo que quieres.
No pude responder. Mi cuerpo h...
El daddy del gimnasio
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