Cruising

El aire de la noche era espeso, cargado de humedad y el aroma salino del mar cercano. El parque, un laberinto de senderos oscuros y árboles frondosos, vibraba con un silencio expectante, roto solo por el crujir de las hojas bajo pasos cautelosos. La luna, apenas un filo plateado, se filtraba entre las ramas, dibujando sombras que danzaban en el suelo. Él caminaba despacio, el corazón latiéndole con una mezcla de nervios y deseo, cada paso un eco de la anticipación que lo había llevado hasta allí.

El lugar era conocido, un secreto a voces entre quienes buscaban encuentros fugaces. Los arbustos altos y los bancos escondidos ofrecían refugio a las miradas furtivas, a los roces que no necesitaban nombres. Se detuvo junto a un roble viejo, su silueta recortada contra la penumbra, y esperó. No pasó mucho hasta que lo vio: una figura alta, de hombros anchos, moviéndose con una seguridad que contrastaba con la cautela del entorno. Sus ojos se encontraron en la oscuridad, un destello de entendimiento mutuo, sin palabras.

El desconocido se acercó, su respiración apenas audible pero cargada de intención. No hubo saludos, solo el lenguaje tácito de los cuerpos. Se detuvieron a centímetros, el calor de sus pieles mezclándose en el aire fresco. Él sintió un cosquilleo en la nuca cuando una mano fuerte, pero sorprendentemente suave, rozó su brazo. Fue un gesto lento, deliberado, que hizo que su pulso se acelerara. La mano subió hasta su hombro, deteniéndose en la curva de su cuello, y él inclinó la cabeza, dejando que el contacto se intensificara.

El espacio entre ellos desapareció. Sus labios se encontraron, un choque urgente, hambriento, pero con una dulzura inesperada. El sabor salado de la piel del otro, el roce áspero de una barba incipiente, encendió algo en él. Sus manos exploraron, buscando la calidez bajo la ropa, dedos deslizándose por la cintura, trazando la línea de músculos tensos. La tela de sus camisas se arrugó bajo apretones ansiosos, y un gemido bajo escapó de uno de ellos, perdido en el rumor de las hojas.

Se apartaron un instante, jadeantes, los ojos brillando con una mezcla de deseo y asombro. El desconocido lo tomó de la mano y lo guio hacia un rincón más oscuro, donde los árboles formaban un dosel que los aislaba del mundo. Allí, la urgencia se transformó en algo más lento, más deliberado. Sus cuerpos se apretaron, caderas alineadas, el roce de sus jeans enviando chispas de calor. Él sintió la presión firme de una mano en su espalda baja, guiándolo, mientras sus propios dedos se enredaban en el cabello del otro, tirando suavemente.

El momento se alargó, una danza de susurros y roces, de piel contra piel en los lugares donde la ropa cedía. No había necesidad de nombres, ni de promesas; solo la intensidad de ese instante, la electricidad de un encuentro que no pedía nada más que existir. Cuando todo terminó, se miraron una �...