El Nuevo Macho de la Casa

Mi nombre es Omar, tengo 23 años y curso la carrera de Derecho. Siempre he sabido que soy gay, pero es un secreto que guardo bajo llave. Ni mi familia ni siquiera mis amigos más cercanos lo saben.

Vivo solo con mi papá desde que mamá murió hace algunos años. Javier es todo lo que yo no soy: alto, de complexión robusta, con esa presencia que impone respeto. Yo, en cambio, mido apenas 1.68, soy extremadamente delgado, de piel blanca y pelo negro. Una sombra pálida comparado con el macho dominante que es mi padre.

Mi papá es el típico macho mexicano: fanático del fútbol, hincha del Cruz Azul, juega con sus amigos todos los sábados. Es homofóbico hasta cierto punto, siempre hace comentarios despectivos cuando ve gays en la calle. Por eso jamás me he atrevido a confesarle mi verdadera naturaleza.

Todo cambió cuando conocí a César en la universidad. Era el típico macho alfa hetero: alto, cuerpo fibrado, piel blanca, ojos azules penetrantes. Nos conocimos en la cafetería cuando notó mi camisa del Chelsea. La verdad, no sabía nada de fútbol, pero la compré porque me gustó el diseño. Mentí diciéndole que era fanático del equipo.

César era foráneo, vivía con cuatro roomies para pagar la renta. Sus padres vivían en un pueblo y solo los visitaba una vez al mes. Después de ganar mi confianza, le confesé que era gay. Me sorprendió cuando me dijo que él también lo era. Así comenzamos a salir.

La relación con César era diferente a todo lo que había conocido. Era romántico, detallista, y a la hora del sexo... bueno, era amor. Me trataba con ternura, muy diferente a los encuentros casuales que había tenido antes.

Un día le propuse ir a mi casa a ver una película. Le advertí que mi papá no sabía que era gay y que debíamos actuar como simples amigos. Cuando llegó, las presentaciones fueron normales:

—Qué onda Omar, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú, bro? —tuve que contenerme para no besarlo como saludo, mi papá estaba viendo un partido en la sala.
—Mira papá, él es César, mi amigo.
—Qué tal, mucho gusto, llámame Javier.
—Un gusto, Javier. ¿Ese es el partido del Chivas?
—Sí, los pendejos van perdiendo por uno.
—No me diga, yo le aposté con unos amigos.

Mi padre invitó a César a sentarse a ver el partido, lo cual aceptó. Como no me interesaba el fútbol, decidí subir a mi cuarto a hacer tarea. Cuando bajé tres horas después, César seguía en la sala con mi papá, ya veían otro partido. Al parecer se llevaban muy bien.

Así comenzó todo. César prácticamente vivía en mi casa. Todos los días veía partidos con mi papá, le ayudaba con los quehaceres y los carros. Se convirtió en el hijo que mi padre nunca tuvo en mí.

Una noche César perdió el último camión y mi papá le ofreció quedarse a dormir. Yo me emocioné por dentro, sabía que ...