Escrito por: Master48
3167 palabras
Me desperté temprano, café, chándal corto, camiseta, zapatillas y a buscar al cachorrito a la estación. Llevaba un chándal gris largo, que no podía disimular su severa erección, y una camiseta negra que marcaba su torso perfecto. Calcetines tobilleros que permitían ver la piel blanquísima de sus tobillos y zapatillas. Mi rabo daba saltos de alegría y me arrepentí de no haberme puesto ropa interior.
- Buenos días, cachorrito.
- Hola, Carlos.
- ¿El pantaloncito?
- Lo llevo debajo.
- Buen chico.
Me miraba con cariño, un tanto avergonzado y muy excitado. Le di un cariñoso apretón en el brazo. Por suerte, el tren había sido puntual y nos dio tiempo de pasar por la panadería para aprovisionarnos. Compré bocadillos preparados para cinco y bastante bollería, un día era un día.
Llegamos a casa antes que el pintor.
- Quítate las zapatillas, deja la compra en la cocina y ven aquí.
Lo hizo a la velocidad del rayo. Le dejé acercarse hasta que lo tuve a un palmo, mirando hacia arriba por los diez d doce centímetros que nos diferenciaban. Estaba salido como un mono, pero yo quería que aquello durara. Le acaricié los pezones por encima de la tela ajustada. Enseguida se le endurecieron como dos pequeños guijarros. Gimió, su cuerpo temblaba por la excitación y sus ojos se pusieron en blanco.
- ¡Cómo vienes, pequeñín!
- Buffff…
Acaricié sus pectorales y su vientre pétreo de gimnasta y tiré de su camiseta hacia arriba. Entre espasmos, levantó los brazos para facilitarme la tarea. Lancé la prenda sobre una silla y rozándolo apenas con las yemas de mis dedos recorrí cada rincón de su piel blanca y suave.
- Carlos, por favor…
- Pequeñín, no sabes cómo estoy disfrutando. Eres un manjar de dioses. No tengo ninguna prisa. Las manos a la nuca.
Me miró, entregado y ansioso. En esa postura quedaba totalmente entregado y su musculatura se marcaba deliciosamente. Tiré del lazo que sujetaba su pantalón y me agaché para bajárselo. Se lo quité y lo envié junto con la camiseta. Efectivamente, llevaba el pantaloncito ancho de gimnasia. Su capullo se había alojado en el extremo de la cadera y levantaba la prenda dejando un hueco que permitía ver su escroto durísimo. Me levanté y pasé las yemas de los dedos por la piel de sus huevos. El gemido devino fuerte gruñido. En ese momento sonó el timbre.
- Ni se te ocurre moverte.
Su mirada se tiñó de extrañeza, pero la excitación aumentó. Atrapé mi pollón durísimo con la goma del pantaloncito y tapé el bulto con la camiseta, por si acaso. Abrí.
- Buenos días, Guille, ¡qué puntualidad!
Al verme sus mejillas enrojecieron virulentamente, el recuerdo de la tarde anterior le turbaba.
- Sí, señor Comas, mi padre siempre dice que la formalidad empieza por cumplir el horario.
- Buen consejo, pasa.
Le dejé pasar delante, para contemplar su dorso atlético, vesti...
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