Abandonado y sometido

Han pasado tres semanas de humillación constante, de ver a tu mujer completamente entregada a la vida de puta sumisa del maduro, de sentirte reducido cada día más. El ambiente en casa hace tiempo que dejó de ser tuyo. Todo huele a él, a sexo ajeno, y a derrota.

Hasta que una tarde, tras una sesión especialmente dura de insultos y sumisión, tu mujer te llama al dormitorio. Sus palabras lo cambian todo y te lo suelta sin anestesia, rota pero firme:

—He tomado una decisión. Me voy con él.
No hay discusión. Te mira con compasión, con un brillo extraño, recoge cuatro cosas y se larga, mientras tú te quedas en el salón, el cinturón de castidad mordiendo la carne, la cabeza hecha un desastre, sin aire.

Las horas pasan, el whisky se te hace agua, la televisión vomita imágenes que ni ves. Borras mensajes para ella que nunca enviarás. Esa noche te quedas dormido borracho en el sofá, la jaula a punto de hacerte daño de tanto roce.

Suenan notificaciones en el móvil. Es el baboso, el amigo gordo y asqueroso con el que el maduro os destrozó hace nada. Contra todo pronóstico, parece preocupado:

—Tío, me he enterado. Vaya putada te ha hecho la zorra esa… Lo siento, de verdad.
Mande emojis borrachos y él insiste:
—No deberías quedarte solo. Vente y nos tomamos algo, te distraes, te olvidas de todo.

Tienes esa mezcla de resentimiento, ganas de perderte y el deseo enfermizo de seguir hundiéndote. Aceptas, por no dormir solo y por la necesidad de rellenar ese vacío. Quedáis en una dirección y, sin esperar nada bueno, te plantas allí todavía con el cinturón puesto, la ropa arrugada, la mirada perdida.

El sitio: un local oscuro, ochentero y con ambiente claramente gay. Huele a sudor y papel higiénico barato. El baboso te recibe en la puerta con una sonrisa torcida, te da un abrazo, y te pasa la mano por la espalda.

—Vamos, vente al fondo, que aquí las penas con compañía son menos cabronas.

No os sentáis en la barra, él va directo a una zona apartada con sofás viejos tapizados en cuero resquebrajado. Antes de que puedas decir nada te pone una copa gigante en la mano. Beber ayuda y, cuando empiezas a notar la cabeza entumecida, él sube el nivel. Saca una bolsita de mefe, la riega en la mesa y te da un billete enrollado.

—Esta noche no hay normas, ¿eh, cornudo?
Aspiras la línea, y el calor, el subidón, la desinhibición rápida lo cubren todo. Ves cómo él se saca la polla enorme, se abre de piernas y te agarra la nuca.

—A rodillas. Aquí tu trabajo es sencillo: boca abierta y sin parar.

Te arrodillas, te bajas los pantalones hasta las rodillas, el cinturón de castidad brillando bajo las luces mortecinas. La escena no pasa desapercibida: varios tíos miran, uno se acerca y ríe.

El baboso empuja tu cabeza, te mete la polla en la boca sin compasión, fr...