Escrito por: Atuspies_85
695 palabras
Esa tarde, el ambiente en casa es otro. Tu mujer lleva horas arreglándose: elige un vestido apretado, escote profundo dejando poco a la imaginación, medias ajustadas sujetadas con liga y unos tacones con los que apenas puede caminar sin moverse de forma provocativa. El maquillaje perfecto, perfume dulce y sexual. Cuando se mira al espejo ves la sonrisa indecente, el brillo nuevo en los ojos; ya no está nerviosa, ahora va buscando más.
Tú, con el cinturón de castidad cerrado y la llave lejos, ni intentas competir. Sabes de sobra quién manda hoy. Cuando el maduro llama al timbre, ni siquiera espera a que tú hables: ella sale disparada a abrir la puerta, lo recibe con dos besos y una sonrisa de esas que nunca tuvo contigo. Él entra sin prisa, ojeando la casa con una seguridad absoluta, te mira como si fueras el criado.
—Qué bien me recibes… —le dice él, poniéndole la manos en la cintura nada más entrar—. Hoy sí que te has puesto para que te revienten.
Ella se sonríe, le aparta el pelo y le deja ver el escote.
Vosotros dos entráis al salón, pero el maduro no te hace caso, va directo a tu chica. Se sienta en el sofá, le abre las piernas y la hace sentarse a horcajadas sobre él. Sin preguntarte nada, le baja un tirante, mete la mano por el escote, le pellizca el pezón. Ella se estremece y le da un beso, lento, profundo, mientras a ti sólo te queda mirar desde la otra punta de la mesa.
Él sonríe, te lanza una orden seca:
—Tráeme una copa, cornudo.
Tú obedeces, sintiendo el calor y la jaula apretada rozar el pantalón. Cuando vuelves, él le baja la mano entre las piernas, le sube la falda con descaro y ve que va sin bragas. Se ríe, satisfecho.
—Esta sabe muy bien cómo debe recibir a un hombre de verdad, ¿eh?
Ella solo se entrega. Gira la cabeza hacia ti, arquea una ceja: “Esto lo hago para que lo veas todo”.
Mientras beben, el maduro se apodera de la sala. Pone la tele de fondo, la abraza como si fuera suya, la besa sin parar, le mete la mano por dentro de la media y la obliga a gemir bajito. Ni siquiera te dirige la palabra, sólo te usa cada vez que necesita algo: sírveme otra, trae hielo, agacha la cabeza cuando paso, como si fueras invisible, sólo útil para atenderle.
De pronto, con una palmadita en el muslo, él le dice:
—Venga, vamos a mi habitación nueva —se refiere a la tuya, claro, pero ni se molesta en preguntarte.
Tú tiras tras ellos, siguiendo las órdenes. Cuando entras, la escena es directa: él la desnuda, uno a uno los tirantes, le muerde la clavícula, baja el vestido. Le hace subirse a la cama, boca arriba, medias aún puestas, tacones marcando el límite. Abre las piernas de tu mujer y la lame sin pausa, ruidos húmedos, gemidos descarados, ella se retuerce, le ruega más.
El maduro te mira brevemente.
—¿Sabes lo que es tener a una mujer así de hambrienta? T...
Mi mujer quiere mas
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