Entras en la “cueva” de Tuamo, ese cabrón mayor, sádico, dominante impulsivo, que te agarra como si fueras suyo desde el primer segundo. La puerta se cierra, el aire huele a cuero viejo y látex caliente; la iluminación es mínima, sólo algunos focos rojos que recortan las sombras en las paredes. Está todo pensado para el castigo y la exposición. El suelo relleno de argollas, las estanterías repletas de juguetes extremos, aparatos y cadenas.

Te mira de arriba abajo, sonríe por lo bajo y, sin esperar tu reacción, te coloca un collar de cuero grueso con una anilla metálica. La correa va directa a las esposas metálicas que acaba de sacar:
—De rodillas, puto novato. Aquí se aprende atado.

Te ata primero las muñecas a la espalda usando unas esposas duras, frías, que te dejan completamente inmovilizado. Después, unas cuerdas de yute áspero recorren tus hombros, tus muslos, tus tobillos, vuelta tras vuelta, apretando bien para asegurarse que notes la presión y la falta de control. Sientes la irritación de la cuerda en la piel, todo roce se vuelve intenso, ineludible.

Sin darte posibilidad de articular palabra, saca una mordaza de bola grande y negra. La coloca entre tus dientes, la engancha fuerte por detrás de la cabeza. Te mira a los ojos y se ríe al ver tu cara de incomodidad y humillación:
—¿Creías que podrías hablar aquí? Los juguetes sólo hacen ruido si yo quiero.

Saca un par de pinzas de metal —te las enseña de cerca— y sin embargo, antes de usarlas, te acaricia el pecho con una pluma larga; notas el contraste de sensaciones: el cosquilleo suave seguido del pellizco intenso al colocar las pinzas justo en tus pezones, latiendo de dolor y placer.

A tu alrededor, cuelgan fustas de cuero, paletas de madera y látigos de varias tiras. Incluso sin tocarlas, el sonido que hacen al chocar con el aire te pone tenso. El tipo elige una fusta fina y te da un azote seco en la espalda baja, justo para marcar con un ardor inmediato:
—Así se marcan los límites, perro. Aquí mando yo.

Te sujeta la cara con una mano, la otra recorre tu barbilla forzando que le mires. Al fondo, una jaula de castidad espera en su bandeja. Sabe que te va a humillar aún más, pero quiere que lo desees, que ruegues, aunque no puedas hablar.

De pronto, te pone un antifaz de cuero ajustado. El mundo se te vuelve negro, te quita todo resto de referencia. Sólo oyes su respiración, el repiqueteo del metal, el roce de sus botas al acercarse una y otra vez.

Te retuerce, te somete, te vuelves solo carne, únicamente útil porque él quiere, porque su placer es convertirte en lo que eres: un simple objeto atado para su uso. El cabrón se pone un arnés, se ajusta los guantes y te deja claro que la sesión acaba cuando a él le salga de los cojones. Ni un minuto antes.

Las fustas de cuero cuelgan a la vista: largas, negras, flexible...