LA SOMBRA DE EBANO 5

El aire se había vuelto tan denso que casi se podía saborear la electricidad, un presagio de la rendición total. Kael, con la fuerza tranquila de un escultor ante su obra maestra, movió sus manos. No había prisa, solo la certeza de una autoridad que no necesitaba apresurar el momento. El petting profundo y conceptual que hasta entonces había sido una promesa velada, ahora se convertía en una realidad palpable, un acto de afirmación que trascendía el mero contacto. Cada caricia sobre la piel de Liam era un trazo que grababa el destino de su entrega.

Y entonces, con una lentitud deliberada que estiraba la anticipación hasta el límite, las manos de Kael descendieron, sus dedos fuertes rozando el tejido de la bragueta de Liam. No fue una acción forzada; fue una invitación a la desinhibición, un comando tácito que Liam, sumido en su rol de esclavo consentidor, entendió con la velocidad de un rayo. Sus propias manos, temblorosas pero decididas, se unieron a las de Kael o, quizás, solo anticiparon su deseo. El sonido sutil de la cremallera al ceder rompió el silencio, un pequeño estruendo que resonó como el eco de una puerta abriéndose a un territorio desconocido.

La bragueta cedió, y con ella, un fragmento más de la resistencia de Liam. Los pantalones se deslizaron, y la blancura inmaculada de su piel, antes apenas intuida, se reveló por completo bajo la tenue luz de la estancia. Kael no apartó la mirada; sus ojos profundos devoraron la vista, deteniéndose con una atención casi reverencial en la curva suave, la redondez perfecta de ese culo blanco. Era un lienzo impoluto, expuesto no con vergüenza, sino con una rendición tácita, una silenciosa invitación a la posesión. La imagen era de una vulnerabilidad exquisita, un contraste asombroso con la potencia sombría de Kael.

El ambiente se cargó de una voluptuosidad enriquecida, cada respiración, cada minúsculo movimiento de Kael, cada temblor en el cuerpo de Liam, contribuía a esta atmósfera embriagadora. No era solo la visión; era la promesa que emanaba de ella, la confirmación de que el rol de esclavo consentidor de Liam no era una fantasía pasajera, sino una realidad que se materializaba en la desnudez ofrecida, en la blancura expuesta con tal confianza. Sentidos y atrapado en esta danza de poder y entrega, sentiría un nudo en el estómago, un nerviosismo que se mezclaba con la anticipación, consciente de que estaba presenciando un instante de profunda transformación. El dominio de Kael no necesitaba de la fuerza bruta; residía en la capacidad de Liam para despojarse de sí mismo, para ofrecerse como la encarnación misma de la sumisión deseada.