El aire de la habitación era denso, casi palpable, cargado con el aroma de incienso y una expectación que erizaba la piel. Liam, con su tez pálida y la fragilidad casi infantil de su juventud, sentía cada poro de su piel inmaculada vibrar bajo la intensidad de la mirada que se posaba sobre él. Había entrado en este espacio buscando algo, una frontera que su mundo anterior no podía ofrecer, y ahora, ante la imponente figura que se alzaba frente a él, comprendía que había encontrado no solo una frontera, sino un abismo.

Él, tan blanco y liso como una estatua de mármol pulido, contrastaba brutalmente con la presencia magnética de Kael. Kael no necesitaba alzar la voz; su mera silueta, poderosa y envuelta en telas oscuras que apenas dejaban adivinar los músculos tensos, proyectaba una autoridad ancestral. Sus ojos, profundos como pozos nocturnos, no solo veían a Liam, sino que lo diseccionaban, despojándolo de toda pretensión, de cada capa de su existencia urbana y protegida.

Liam no estaba atado, pero se sentía inmovilizado por una fuerza invisible, por un respeto reverencial que nacía de la propia esencia de Kael. Había algo en su forma de moverse, en la cadencia lenta de su respiración, que hablaba de una experiencia milenaria, de una sabiduría que el joven rubio solo podía intuir. Era el poder no del puño, sino de la mente, de una voluntad férrea que se manifestaba en cada gesto deliberado.

Kael se acercó, su sombra envolviendo a Liam como un manto pesado. No hubo contacto físico, no de esa clase. Fue el roce de una energía, una presencia que lo desarmó por completo. La voz de Kael, cuando finalmente rompió el silencio, era grave, resonante, como un tambor lejano que marca el ritmo de un ritual antiguo. "Tu blancura," murmuró, con un matiz que no era desprecio, sino observación, "es un lienzo. Vacío. Listo para ser… marcado."

Liam tragó saliva, su garganta seca. Sintió un escalofrío que no era de miedo, sino de una extraña excitación, una rendición que nacía en lo más profundo de su ser. Este no era un juego de grilletes y látigos, sino uno mucho más sutil y devastador: la sumisión del espíritu ante una fuerza arrolladora, una que prometía moldearlo, darle forma, imprimir en él la huella de una autoridad innegable. Sabía que en este lugar, bajo la sombra de Kael, su inocencia se desvanecería, no por la fuerza bruta, sino por la profunda inmersión en un poder conceptual que lo transformaría desde adentro.