2. El Edificio…y los jornaleros

(…) Así te quedas, durante horas, cada orificio ocupado, cada centímetro de tu cuerpo marcado, y tus pezones aún hormigueando, pero suplicando que nadie se detenga.

Te soltamos del árbol como si todavía fueras sólo equipaje y te arrastramos en el asiento trasero de la furgoneta, la tapicería pringada ya de las manchas de la noche. Tienes la piel llena de marcas —la sensación de los pezones abrasados y el culo todavía suelto de tantas corridas— y apenas logras mantenerte en pie cuando llegamos al edificio en obras.

El sol machaca el asfalto y el polvo se pega a la piel. Te bajamos del coche y te llevamos colgado entre los brazos de los maduros, como un bulto. Desde lejos ves al grupo de jornaleros, parecen todos marroquíes: camisetas empapadas en sudor, piel morena reluciendo bajo una capa de polvo y grasa, pantalones de faena que aprietan en la entrepierna. Todos se giran a mirar la escena, risas en árabe, algunos comentarios y miradas descaradas de deseo y burla.

Uno de tus amos, con la barriga hinchada colgándole, impone silencio: —Este puto sumiso está aquí para vosotros. Haced lo que os pida la polla. Tenéis que dejar claro cómo usáis a los pasivos como este.

No hace falta más invitación: en cuanto estás de rodillas en el cemento áspero, un círculo de botas gastadas y pantalones manchados se forma alrededor de ti. El primer marroquí se baja la cremallera, y te pone la polla en la boca: es gruesa, larga, morada en la punta e inundada de arrugas, huele intensamente a sudor y a macho trabajador. Te aprieta la cabeza, obligando a tragársela entera, sin tiempo para acostumbrarte, al mismo tiempo que te instruyen con frases duras en español y en árabe.

—Abre más la boca, tragón —te insulta uno, mientras el siguiente se prepara para clavarte por detrás. En cuanto el primero termina de disfrutar tu garganta, el segundo te da una palmada y te la saca del culo, esparciendo la corrida que aún gotea. Te penetra sin compasión, notando el calor saturado de tu agujero ya domado. El grosor de su polla te hace gemir, mientras la fuerza de su cuerpo te aprieta hacia el suelo.

No hay pausa; apenas sientes una polla salir y otra ya está metiendo la punta, diferentes ritmos, todos dominantes, todos sudados, y cada vez que resoplas, te meten otra a la boca, una polla enorme, áspera, untada en el sabor fuerte del trabajo duro. Las manos rugosas y sucias te agarran de la nuca, del pelo, de las orejas, mientras sientes que pierdes la noción del tiempo y del espacio.

Ellos se turnan insultándote en susurros, a veces riéndose entre ellos, compartiendo chistes que no alcanzas a entender, pero cuyos significados se sienten claramente en el modo en que te usan, como si fueras un agujero portátil para aliviarse en la faena. Tus amos miran la escena, uno te sujeta la cabeza, otro te agarra de las caderas, ...