Escrito por: servicio
734 palabras
Lo tuviste claro desde el primer momento: no eras más que su esclavo de servicio, y ni siquiera hacía falta que te lo dijera con palabras. Le valía con una orden seca y un gesto desde el sofá. Ahí estaba él, extendido a lo largo, camiseta subida casi hasta el pecho, el culo redondo y descarado medio fuera del short, dejándote bien claro cuál era tu “almuerzo”.
—Venga, a ver si eres tan devoto como prometes —bufó, ni se molestó en mirarte—. Boca y lengua a la faena, pringao.
Te pusiste de rodillas junto al sofá, sintiendo cómo el deseo y la humillación te apretaban el pecho. El calor de su cuerpo te recibió antes incluso de rozar ese culo arrogante: pelo suave, piel tibia, esa mezcla agria y masculina que te hacía perder la poca dignidad que te quedaba.
Te agarró por la nuca al mínimo contacto, presionando tu cara entre las nalgas. El primer lengüetazo despertó un suspiro satisfecho en su garganta; ni se inmutó, sólo giró un poco para darte mejor acceso. Mientras tanto, el cabrón ya estaba cerrando los ojos otra vez, dispuesto a dejarse arrullar con tu boca trabajando de fondo.
—Asegúrate de dejarme bien reluciente, y ni se te ocurra parar, ¿me has oído? O te la cargas… —su voz se difuminó, adormilada, como si tú fueras menos importante que su propia respiración.
Así te quedaste: metido entre esos glúteos, empapando el ano con tu lengua, notando cómo poco a poco el ritmo de su respiración cambiaba mientras él, sin molestarse en reconocerte, caía en ese sueño de macho satisfecho. Sabías que eras sólo un accesorio más en su salón. Su pasatiempo sucio y fiel: la lengua que seguía esforzándose en ese culo, aunque tu amo ya estuviera roncando a tu lado.
Ni siquiera importaba si te cansabas, porque cuanto más sumisa y entregada era tu postura, más te sentías propiedad auténtica. Ahí, de rodillas y con la nariz pegada a su olor, enjaulado entre las piernas de un hombre que te trata como lo que eres: su entretenimiento, su siervo de siesta.
Y si la saliva te caía por la barbilla, o la cara se te humedecía tanto que te costaba tragar, ¿qué más da? Lo que contaba era que ese culo siguiese sintiéndose limpio, lamido, servido —igual que tu ego, chafado contra el cuero del sofá. El sueño más profundo para él; la humillación más honda para ti.
La habitación se llenaba del sonido de su respiración y de tus lametones desesperados. Cada vez que su culo se aflojaba un poco más y se relajaba en sueño, tú sentías cómo tu lengua se deslizaba aún mejor dentro del surco, explorando todas las grietas, notando el sabor y el aroma propios de un macho que ni se molesta en ducharse antes de acomodarte entre sus nalgas. El sudor y el leve sabor salado mezclado con ese toque agrio, inconfundible, de amo relajado y desvergonzado.
De vez en cuando, él gruñía en sueños y, como acto reflejo, mov...
La siesta
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