El silencio tiene sonido. Lo he descubierto hoy. Es un zumbido grave, como el de un transformador eléctrico a punto de explotar. Y llena cada rincón de mi cabeza.
He pasado el día entero huyendo de ese zumbido, huyendo de él. He sido un puto espectro en los pasillos del instituto, un especialista en ángulos muertos y rutas de escape. La paranoia era algo físico, un sudor frío en mi nuca, un sabor a óxido en mi boca. Cada vez que veía una sudadera ancha o escuchaba una risa demasiado confiada, mi cuerpo reaccionaba antes que mi cerebro, contrayéndose, preparándose para un impacto que no llegaba.
Creí haber encontrado el santuario definitivo. La antigua sala de material, bajo las gradas del campo. La puerta chirrió como un hueso roto al abrirse, y dentro, el aire era denso, pesado. Olía a tumba: a goma reseca, a metal oxidado y al polvo de décadas de olvido. La luz entraba a través de unas ventanas altas y mugrientas, dibujando barrotes de polvo en la penumbra. Me senté en una colchoneta de cuero agrietado, sintiendo el frío a través de mis vaqueros, y por primera vez en todo el día, mis hombros se relajaron una pizca.
El chirrido de la puerta fue mi sentencia.
Leo se quedó en el umbral, su silueta borrando la luz. Era una aparición. Luego entró, y la puerta se cerró a su espalda con un golpe suave y definitivo que resonó en el silencio. El aire se volvió denso, pesado, como si él se lo bebiera todo. Llevaba una sudadera Balenciaga negra, tan grande que parecía tragárselo, unos vaqueros y unas Nike que parecían de otro planeta, caras, pero no nuevas. Estaban usadas, con los roces y las marcas de alguien a quien le importa una mierda el dinero. Olía a un perfume nicho, algo con madera y especias, pero por debajo, olía a él. A la confianza, al puto ozono de su propia existencia.
"Sabía que estarías aquí", dijo. Su voz no rebotaba; el polvo de la habitación parecía absorberla. "Te gustan los sitios rotos, fantasma".
Se acercó, su caminar con ese ritmo propio, y dejó caer su mochila. Luego se miró las zapatillas. Señaló una marca oscura en el lateral, un roce antiguo. "Esto", dijo, su voz ahora un filo. "Me ofende. Límpialo. Con la lengua".
La orden, tan absurda y tan real, hizo que la sangre me hirviera en las venas. La rabia, una emoción que casi había olvidado, me subió por el esófago. "Vete a la jodida mierda", escupí, mi voz un temblor de odio. "No voy a hacer una mierda".
Él sonrió. Y en esa tumba polvorienta, su sonrisa era la de un demonio. Se acercó hasta que sus rodillas casi rozaban las mías. Se agachó, su cara a centímetros de la mía. "Esa boca...", susurró, sus ojos avellana recorriendo mis labios. "Ayer decía otra cosa. Tu cuerpo, al menos. Esa empalmada tuya, tan dura y desesperada. Esa cara tuya... esa mezcla perfecta de 'por favor, para' y 'por favor, no pares'. ¿Crees que no lo vi? Lo vi todo".
Me quedé sin respiración. Me estaba ...