Te quedas helado en la entrada, tragando saliva, con el corazón golpeando fuerte en el pecho. Tu hermano, tan cómodo en casa, ni se ha enterado de que llegaste. Está ahí, en medio del comedor, totalmente entregado a su propio espectáculo: lencería roja brillante, encajando y marcando cada curva masculina, encorvado hacia la pantalla, jadeando mientras en el televisor se escuchan gemidos agudos y vulgares.

El cabrón ni siquiera ha cerrado bien las cortinas. Se le ve el paquete prensado contra la seda, el culo expuesto, y esa voz afeminada—no es la suya, claramente está haciendo playback con la porno, repitiendo frases sucias como si fuera la puta del vídeo.

Tu mirada se clava en él. No tiene ni puta idea de que lo están pillando. Te da asco y morbo al mismo tiempo, es humillante ver a tu propio hermano tan jodidamente sometido al vicio. La vergüenza, la tensión, el deseo prohibido se te atascan en la garganta.

Ni se inmuta, el muy cerdo. De pie, en mitad del puto salón, solo, vestido con esa lencería roja, obnubilado, agarrando el borde de la mesa, con la mirada fija en la pantalla como un pervertido hipnotizado. No se da cuenta de nada, ni del ridículo ni de que lo tienes a tiro. El culo apretado asoma descarado entre las medias, la polla marcada levantando la tela fina. Se escucha el volumen de la peli porno, chillidos y gemidos de tíos, frases grotescas; él, sin filtro, repite algunas, impostando esa voz de maricona sumisa, como si deseara que alguien se la follara de verdad.

Te acercas despacio por detrás, sin que lo note. Sientes el poder absoluto del momento; él es vulnerable, indefenso, un puto espectáculo de miseria y lujuria. Si quisieras, podrías romperle la dignidad en un segundo. Te mueres de ganas de ver hasta dónde cae si sabes aprovechar esto

El idiota ni siquiera revisa el fondo antes de posar. Mueve el móvil, enseña el culo al espejo, mete la mano bajo la tela, saca la lengua… Todo sin darse cuenta de que, en una de esas selfies, sales tú reflejado en la puerta del comedor.

Baja el móvil, se queda congelado, los ojos enormes, las mejillas ardiendo. Se da cuenta de repente—has estado ahí todo el rato, viéndolo humillarse, exhibido, maricón fetichista para la cámara. El aire se llena de vergüenza ajena y pura humillación. Intenta taparse con las manos, pero la pose patética solo lo hace más miserable: la polla medio dura apretando las bragas de encaje rojo, las medias subidas hasta los muslos peludos, el gesto entre el pánico y la excitación.

Balbucea, no sabe si pedirte que no digas nada o saltar a borrar la foto. Pero tú tienes el control y lo siente.

—¿Te creías solo, putita? —le sueltas, sin que te tiemble la voz—. Menuda imagen te has montado, ¿eh? ¿Te gusta que te miren así, o solo eres un exhibicionista desesperado?

La tensión es brutal. Él tiembla, respira rápido, sin at...