Escrito por: subcnver
2124 palabras
Un tacto frío rozó tus muñecas, un roce fugaz que abrió el portal entre la realidad y el abismo. En un instante suspendido, el mundo perdió gravedad. Con un tirón abrupto, un fuego sordo despertó en tus hombros: el peso del volante, el recuerdo del embrague, la costumbre de la ruta. Caes, detenido, un vértigo pequeño y cruel entre el aire y el silencio. Ahí, en ese instante arrancado del tiempo, empezó todo.
Eras camionero. Uno de los de antes. De piel curtida por mil amaneceres en áreas de servicio, manos ásperas por la grasa del motor y la soledad pegada a la nuca como el sudor del mediodía en la AP-7. Tu vida se medía en kilómetros, tacógrafos y estaciones de radio mal sintonizadas. Dormías en la cabina como un soldado en su trinchera, abrazado a la radio apagada y a los mapas arrugados que ya no necesitabas. Un hombre sin concesiones. Eres lanza y escudo. Eres el eco de un mundo donde no se pregunta, no se dice, solo se aguanta.
El otro —porque siempre hay otro— también era camionero. Un nómada del silencio. Solo si eras entendido podrías leerle: el modo en que bajaba del camión con el cuerpo cargado de ruta, el gesto con el que colocaba el retrovisor, la forma en que encendía un cigarro sin buscar compañía pero deseando que alguien lo notara. No hablabais de emociones. Hablabais de marchas, de peajes, del tiempo de conducción. Pero en los silencios, se cocía otra cosa.
“Paramos un rato,” dijiste con voz grave. “Tengo una cabina grande para dormir… ese parking de camioneros es excelente.”
La frase quedó flotando en el aire denso de gasóleo, polvo y deseo no nombrado. Un sí se dibujó sin pronunciarse. Una rendición tranquila. La complicidad del anonimato.
Cenaste ensaladilla rusa de gasolinera, compartiendo el plástico blando del envase como si fuera un ritual. Dos cuerpos curtidos. Dos soledades paralelas, cada una con su historia de noches mal dormidas en áreas de descanso. Os acostasteis en ropa interior, sin rozaros, como dos hyper heterosexuales en la frontera del juego. Pero las miradas hablaban. “Estás solo. Nadie sabe.” Un guiño, un abismo. El motor apagado, el mundo suspendido.
El calor no venía del clima. Era interno. El sudor te humedecía sin justificación térmica, los latidos se aceleraban sin haber corrido, el aliento se entrecortaba sin palabras. Un calor espeso como el aceite en invierno, que sube desde el estómago, que tiembla en la piel. Las luces del aparcamiento, filtradas por la cortina de la cabina, convertían el habitáculo en un teatro íntimo.
Y entonces os disteis rienda suelta. Dos hombres, dos camiones aparcados, dos almas que sabían perfectamente cómo se sostiene un volante, cómo se aprieta un freno de mano y cómo se mantiene la dirección incluso cuando todo tiembla.
El ying y el yang, arriba y abajo. Fuerza y rendición. Placer y contención. La lanza encendida buscando la abe...
CAMIONEROS GUARROS
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