Escrito por: subcnver
2073 palabras
Florencia, año 1478. Las campanas de Santa Maria del Fiore marcan la hora en que los nobles bostezan, los plebeyos rezan y los muchachos como Lorenzo afinan letras con la misma paciencia con la que se entrena a un perro a no morder.
Tiene un rostro que aún no decide si quiere ser de hombre o de estatua, y un silencio que no es virtud, sino defensa. Trabaja como copista en la casa de los Medici, transcribiendo misivas con pulso monacal, perfeccionando la caligrafía mientras aprende que, en esa ciudad, lo más valioso no es decir la verdad, sino saber cuándo callarla.
Giuliano de Medici, treinta años mayor, lo ha elegido como escribiente igual que se elige una túnica: por la caída suave, por el color, por lo que dice. “No es pecado admirar la belleza de los dioses”, musita.
Todos los días, el efebo trabaja de sol a sol, sin apenas descanso. Cada trazo que dibuja en los márgenes de un manuscrito es también una pregunta no dicha.
Cada palabra que corrige es un gesto de espera.
Él no sabe aún que su rostro ya ha sido elegido. Que su voz muda ya está anotada en una lista que no se escribe con pluma, sino con miradas.
Solo entiende que, desde hace semanas, Giuliano lo observa con una paciencia que duele. Como si esperara algo que aún no ha nacido del todo.
Esa tarde, un criado le entrega un pequeño sobre sin sello. Dentro, solo una frase escrita con caligrafía perfecta:
“Vístete de blanco. A medianoche. En el jardín de las estatuas.”
Lorenzo siente algo que no es miedo, pero tampoco deseo. Es como si el cuerpo ya supiera algo que la mente aún no quiere aceptar.
Ha escuchado rumores.
Ha intuido silencios.
Pero nada lo ha preparado para un secreto que, para su fortuna o desgracia, conocerá muy pronto.
Lorenzo no es tonto. Sabe que su cuerpo es la llave de entrada al círculo donde los hombres no solo mandan con oro o con firmas, sino también con piel y promesas. Aprende rápido que el deseo en Florencia tiene jerarquía, latín y perfume, pero no piedad. Y que todo lo que se le ofrece—ropa nueva, libros, un sitio en las cenas—tiene un precio que no se escribe con tinta sino con carne.
Lorenzo ha escuchado demasiadas veces el rumor del jardín, del Círculo, de los fanciulli que se vuelven sombras y regresan con anillos nuevos y miradas viejas. O tal vez no vuelven nunca. No es un niño. Sabe leer las pausas de los adultos cuando hablan de belleza, cuando callan al mencionar ciertas habitaciones de la casa Medici.
En la Florencia de los Medici, todo se cobra caro y en silencio.
La invitación no es una sugerencia; es una orden envuelta en perfume y caligrafía impecable.
Lorenzo llega al jardín de las estatuas. Va vestido de blanco, como se le ha ordenado, pero se siente desnudo. Hay velas encendidas entre los setos y música lejana que solo marca un ritmo,...
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