Solo cinaedo,
solo despojo,
solo placer y humillación.
Carne ofrecida sin nombre,
deseo que no pregunta,
lengua que arde en silencio.

Los "cinaedos" (del griego κιναιδός, kinaidós) eran una figura social y sexualmente marginal en la Antigua Grecia, Aunque el término no tiene una traducción exacta, ya que combina elementos de conducta sexual, género y clase.
La palabra viene probablemente de la raíz griega kinein (mover) y ados (placer o vergüenza), y era usada de forma despectiva para referirse a hombres que asumían un rol sexual pasivo en las relaciones con otros hombres, lo cual era considerado indigno en una sociedad donde la masculinidad estaba muy ligada al dominio y al control.Su Rol sexual era pasivo En las culturas grecorromanas, este rol era motivo de burla o desprecio si lo asumía un ciudadano libre. El pasivo era visto como "feminizado".Afeminamiento: Se les atribuía un comportamiento, forma de vestir o gestos considerados femeninos.Prostitución: Muchos cinaedos eran, o se suponía que eran, prostitutos masculinos, especialmente jóvenes esclavos o extranjeros.
Actuaciones públicas: Algunos eran conocidos por danzar o participar en espectáculos sensuales o provocativos.Estigmatización: A pesar de que podían tener un papel "tolerado" en la vida social o sexual de algunos ciudadanos, no eran respetados ni gozaban de derechos.

Atenas, 414 a.C. En la ciudad que presumía de razón y democracia, también florecía la contradicción. Hiparco, liberto lidio, vivía en esa grieta: demasiado visible para ser ignorado, demasiado deseado para ser silenciado.

Le llamaban cinaedo —palabra que escupían con desprecio los oradores en el ágora, pero que susurraban con jadeo los mismos hombres tras los muros de mármol cuando la noche cubría las fachadas.

La ciudad lo observaba, lo juzgaba y lo contrataba.

Vestía túnicas ligeras que bailaban con el viento y dejaban adivinar más de lo que ocultaban. Caminaba por el Cerámico como si fuera un escenario. Nunca miraba al suelo. Sabía que lo observaban, y eso era su armadura.

En el Pnyx, los ciudadanos libres discutían sobre virtud, templanza y el deber del hombre sobre su deseo. En el puerto del Pireo, esos mismos hombres esperaban su turno para tocar la piel de quien simbolizaba lo que más temían: la pérdida del control, del dominio, del ideal masculino.

A menudo, Hiparco paseaba por el Ágora al atardecer. Los comerciantes lo miraban con recelo; las matronas murmuraban a sus esclavas. Pero más de un joven aristócrata —esos que estudiaban con Sócrates por la mañana— desviaban la mirada demasiado tarde, delatados por el leve temblor de sus pupilas.

Lo insultaban en las asambleas.
Lo esperaban a escondidas.
Una noche, en una casa de banquetes, los invitados se amontonan alrededor de un muchacho de piel aceitunada. Él baila, se contor...