La habitación estaba iluminada por una tenue luz ámbar que proyectaba suaves sombras sobre las paredes. Como siempre que nos encontrábamos, el aire estaba cargado de expectación. El olor de las velas que él solía encender pronto sería ocultado por nuestros propios aromas.

Me arrodillé lentamente sobre la suave alfombra negra, sin apartar mi mirada de los ojos de Gabriel, que me observaba desde arriba con una mezcla de deseo y autoridad. Tal como habíamos pactado, me encontraba totalmente desnudo salvo por el suspensorio blanco que me ponía en todos nuestros encuentros y que recogía mis genitales en un pequeño trozo de tela dejando mi culo al descubierto.
Él, con el torso cubierto por una camiseta blanca de tirantes, dejaba ver sus brazos fuertes recién ejercitados. Mantenía puestos sus pantalones grises de deporte. Muchos de nuestros encuentros se producían tras su sesión de gym. Yo sabía que bajo ese pantalón no había más prendas que cubrieran su piel. Sus pies ya se hallaban descalzos. Esta vez no me haría quitarle sus zapatillas, lo cual provocó en mí una pequeña punzada de decepción ya que me encantaba hacerlo. Adopté su postura favorita para iniciar nuestro juego.

—¿Listo para obedecer? —preguntó Gabriel con voz grave, calmada pero firme y regalándome esa media sonrisa que me derretía.
—Siempre —respondí yo sin apartar la vista, con los labios entreabiertos y el pecho agitado por la expectación.

Gabriel se acercó, rozando mi mentón con el pie. Su presencia era magnética, poderosa y llenaba toda la habitación. Yo ya sabía lo que tenía que hacer. Incliné mi cabeza y besé la piel sudada y cálida de su pie, dejando que mis labios trazaran un camino silencioso de sumisión. Cada contacto de su pie con mis labios era una ofrenda. De repente apartó su pie, me tomó del mentón con firmeza y me hizo mirar hacia arriba. Sin decir una palabra, se inclinó y dejó caer lentamente una buena cantidad de su saliva en mi boca que se encontraba entreabierta, preparada y ansiosa de recibirla. Ese lapo fue seguido de un beso profundo, lento y cargado de intención. Solo habían pasado unos minutos y ya era totalmente suyo.

Con un gesto sutil de su cabeza me indicó que me recostara sobre la cama. Mientras abandonaba mi posición de rodillas, el sonido de un azote rompió el silencio. No fue agresivo, sino preciso. Un recordatorio de quién mandaba. Yo temblé, pero no de miedo, sino de entrega y de deseo y un gemido se escapo de entre mis labios sin poder evitarlo. Sabía que estaba en buenas manos, unas manos que sabían exactamente qué hacer conmigo. Gabriel se deshizo de su camiseta con un ágil y preciso movimiento, revelando su torso sudado tras el ejercicio. Se tumbó junto a mí y colocando su mano detrás de su cabeza me ofreció la axila poblada de un abundante pelo negro. Con un susurro apenas audible que depositó directamente en mi oreja p...