Escrito por: secre
8583 palabras
Es una continuación de un relato anterior
Entras en casa de Elizabeth y el ambiente está cargado de esa electricidad silenciosa que sólo sabes sentir cuando algo grande va a pasar. La luz es tenue, cálida, justo lo suficiente para que los reflejos en su piel se vean suaves y tentadores. Huele a comida casera, pero hay algo más en el aire... ese aroma dulce, excitante, imposible de describir, que sólo aparece cuando la tensión sexual va subiendo poco a poco.
Elizabeth te recibe en la puerta. Lleva ropa suelta, una camiseta blanca algo ajustada y un pantalón de chándal que apenas logra contener lo que ya adivinas debajo. Tiene el pelo recogido en una coleta apretada y los mofletes le tiemblan de nerviosismo, pero también te mantiene la mirada, con esos ojos grandes, inocentes y a la vez llenos de deseo. Su timidez se mezcla con una curiosidad brutal.
—Pasa, ponte cómodo... —te dice, la voz casi en un susurro, algo ronca, como si tragara saliva a mitad de frase.
Se acerca a la cocina y tú la sigues, viendo cómo su cuerpo se mueve, delgado pero con esas curvas ocultas bajo la ropa, y un ligero abultamiento asoma entre sus piernas cuando se gira de lado. Podrías jurar que, al caminar, la tela lucha por no ceder.
—¿Tienes hambre? —pregunta, pero su mirada baja una fracción de segundo a tu entrepierna mientras habla.
La cena es un simple pretexto; ninguno de los dos puede evitar miradas furtivas, ese roce casual al poner los platos, el contacto fugaz de sus dedos helados sobre los tuyos. El silencio se hace cada vez más áspero. Sabes que lo que realmente deseas, y que ella, aunque tímida, lo quiere igual o más.
En un momento, la conversación muere y Elizabeth se muerde el labio inferior, cruzando y descruzando las piernas en la silla, un gesto involuntario que hace que la polla empiece a marcarse con descaro bajo la tela. Sus mejillas se incendian, y te mira, casi pidiendo permiso con los ojos.
—¿Quieres... pasar al salón? O... —deja la frase colgando, la voz temblando— ...o venir a mi cuarto. Estoy sola, podemos hacer lo que quieras.
Ves cómo Elizabeth se levanta, balanceando ese bulto descarado entre las piernas que en cada paso lucha por escaparse de la tela floja. Te mira de reojo, tragando saliva, y su voz suave apenas tiembla cuando susurra:
—Espérame aquí... Voy a ducharme rápido. Estoy... un poco nerviosa.
Cierra la puerta del baño y, apenas desaparece, el silencio en la casa se vuelve todavía más denso. A través de la puerta, puedes escuchar el agua al caer, un murmullo al principio tenue, inquietante, que poco a poco toma ritmo mientras tu imaginación empieza a desenfrenarse. Puedes visualizarla quitándose la camiseta, la piel blanca y lisa reluciendo bajo la luz fría del baño, los pezones erguidos por el contraste del frío y la excitación. Piensas en có...
Sin saberlo me declaré a una futanari
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