Lo he notado en el gimnasio un señor de 50 años muy marcado tiene brazos anchos, pecho grande y abdominales muy marcados. Después de 2 meses de estudiarlo al fin ataco una noche. Estaciono la camioneta y le pido ayuda a cambiar una llanta al momento de ayudar le inyecta un sedante que lo deja consiente, pero no puede moverse.
Lo tengo tumbado en el suelo de mi garaje, aún con la respiración agitada. Sus ojos abiertos muestran más furia que miedo, pero su cuerpo está totalmente inutilizado por el sedante. Músculos tensos, perfectos, inútiles ahora frente al control que tienes sobre él.
Le pongo los grilletes en las muñecas y tobillos, dejando bien claras las reglas aquí: nadie se escapa, nadie me desafía. Tomo las tijeras y comienzo a cortar la camiseta llena de sudor en tiras largas, arrancando la tela de su pecho, dejando al descubierto esa piel curtida y el vello negro, el torso de hombre maduro que tanto has admirado a distancia. Siento el calor de su cuerpo, el olor fuerte a gimnasio y masculinidad, mientras bajas las tijeras por su abdomen de acero, abriéndole la ropa hasta quedar completamente desnudo.
Sus brazos, esos que antes podían partir cualquier cosa, ahora tiemblan de pura impotencia. Observo cada músculo, cada vena marcada en su antebrazo sin poder moverse, sólo mirándote con rencor, tragándose el orgullo. Paso mi mirada por su miembro descansando entre músculos de toro, ese cuerpo trabajado durante años reducido a simple carne para mi uso.
Me agacho junto a él, lo huelo, lo toco, palpo su pecho con mis dedos y aprieto un pezón mientras le hablo al oído, asegurándome de que sepa perfectamente que aquí no tiene poder, que yo decido lo que va a pasar.
—Toda esa fuerza, ese cuerpo de macho cincuentón, no te sirve de nada ahora —susurras, riéndote de su frustración—. Aquí sólo eres mi juguete, y vamos a ver cuánto puede aguantar ese cuerpo tuyo.
Aún tumbado, sigue atrapado en ese cuerpo maduro e inmóvil, sólo capaz de responderme con gestos de impotencia y rabia contenida. No necesita palabras: cada mueca en su cara es una mezcla de humillación y dolor mientras juego con sus pezones, mordiéndolos fuerte, girándolos, tirando de ellos hasta que la piel enrojece y tiembla. Mi boca deja marcas visibles y sabes que cada minuto que pasa lo rompe un poco más.
Sin darle respiro, me acomodo entre sus piernas y uso la mano para golpearle los huevos, primero suave, luego con cada vez con más fuerza, observando cómo toda su musculatura se tensa inútilmente y la cara se retuerce en cada impacto. Gruñidos bajos, jadeos de dolor; no hay ningún pudor, sólo sumisión absoluta al dolor que le provocas. Nadie va a escucharlo aquí.
Cuando me cansa, le aprieto el cuello con fuerza, viendo cómo se le desorbita la mirada y la respiración se acelera, sus venas palpitando bajo tu mano. No lo dejo llegar al límite; controlo cada segundo, disfrutando su vulnerabilidad,...