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Me quedé unos segundos de rodillas, casi inmóvil. Sentí que se me encogía el estómago, pero no de miedo… sino de pura ansiedad. ¿Qué estaba haciendo? ¿De verdad me dejaba llevar por mis instintos primarios?

Me costó un segundo reaccionar. Notaba mi erección palpitando, marcándose sin pudor sobre mi fino pijama. Me quería autoconvencer de que no había marcha atrás, pero claro que la había. Él esperaba mi reacción, dejándome meditarlo. Una reacción que tardó poco en manifestarse cuando vi la tela de su slip blanco, húmeda, que hablaba de su excitación.

Vicente empujó la puerta para cerrarla, quedando ligeramente entreabierta, pero tan ligeramente que yo hubiera jurado y perjurado que estaba completamente cerrada.
Me abalancé sobre el bulto, de rodillas, como si supiera que era lo que tenía que hacer, oliendo cada pliegue de su calzoncillo, impregnándome de los distintos aromas: sudor, preseminal y, casi seguro, alguna gota de orín. Vicente soltó un resoplido entre satisfecho y desdeñoso.

Deslicé la lengua despacio sobre la tela, dibujando el contorno de su polla a través del slip, evidenciando su envergadura y cómo su miembro reaccionaba bajo la caricia, endureciéndose aún más si cabía.

—Así me gusta. Sabía que lo estabas deseando —dijo con su voz grave y áspera, evidenciando cierto desprecio por mi persona, algo que erizaba mi piel.

Tal era mi dedicación que la tela acabó transparentándose sutilmente, mostrando un glande perfecto, digno de revista. Escuchaba su respiración más y más pesada, hasta que, sin previo aviso, me apartó de mi cometido y deslizó la cintura elástica del slip, liberando su polla. Juro que me costó mantener la compostura, pues, pese a que la había visto en estado flácido, mientras me meaba en su barbería, y la acababa de palpar con mis labios, era descomunal: unos 21 cm de carne magra, gruesa como un vaso de tubo.
El glande brillaba, ligeramente morado, debido a la prominente erección que tenía y, para mi sorpresa, como si fuera un regalo del cielo, un hilo viscoso de precum fue cayendo lento hasta acabar en el suelo.

En ese momento, olvidé mis miramientos y restricciones. Me lancé directo a saborearlo, siendo rápidamente detenido por Vicente.

—Lo tienes claro, ¿no? —dijo seriamente—. Después no quiero lamentos. Si accedes, es plenamente entregado.

—Sí, cabrón —dije excitado—. Quiero tragármela toda.

Vicente frunció el ceño y me propinó una tremenda bofetada.

—Ya iremos perfilando cómo me tienes que llamar, pero cabrón no entra entre las posibilidades. Ahora abre esa boquita.

Casi no había acabado de decir “abre” y yo ya había abierto hast...