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Cadenas de hierro y piel 7

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17 días
483 palabras
Después de la última sesión, algo se quebró en el aire. No era el cuerpo de Álex —aunque aún caminaba con cautela— sino el equilibrio silencioso que mantenía a los sumisos unidos en su obediencia. Ahora, había miradas torcidas, silencios incómodos, y en el centro de todo… Íker.

El Amo no ignoró nada. Él nunca lo hacía.

Aquella noche, convocó a todos al cuarto principal. Estaban desnudos, alineados, pero esta vez no había lujuria en sus miradas… sino tensión. Íker mantenía la cabeza gacha, sabiendo que su mentira había hecho que otro pagara.

El Amo entró en silencio. Su presencia bastaba para que todos se tensaran.

—Ha habido traición —dijo con voz templada—. No hacia mí. Eso es imposible. Sino entre vosotros.

Todos sabían que hablaba de Íker. El esclavo principal lo miró por un segundo. Había rabia, sí… pero también pena. Ellos eran hermanos de entrega. Eso lo hacía peor.

—Pero las mentiras son útiles —continuó el Amo—. Nos permiten probar quién merece su collar… y quién solo lo lleva colgado por deseo.

Se acercó a Íker.

—Tu castigo será público. No porque yo lo necesite… sino porque ellos lo merecen.

Le colocó una mordaza suave. Le ató las muñecas sobre la cabeza con cuerda negra. Lo llevó al centro de la sala y lo dejó colgado del marco de hierro. Su cuerpo quedó expuesto, vulnerable, pero no humillado aún.

—Hoy, no seré yo quien te corrija —dijo—. Serán ellos.

Se giró hacia los demás sumisos. Álex fue el primero en reaccionar. Sus manos aún recordaban el cuero en su espalda. El Amo le ofreció una vara corta de madera. Lo miró a los ojos. No ordenó. Solo esperó.

Álex se acercó. No con rabia, sino con decisión. Le dio un golpe justo en los glúteos. Íker jadeó. No se resistió.

Después vino Nico, luego Joel. Cada uno con un castigo: una palmada, una palabra. Nada brutal, pero cada gesto era una reafirmación. Íker aceptó todo sin protesta. Sabía que lo merecía. Sabía que el perdón no se exige… se gana.

Cuando fue el turno del esclavo principal, el silencio se volvió más denso. Caminó hasta Íker. No tomó un instrumento. Se le acercó, le rozó el pecho, y dijo solo una frase al oído:

—Sigo aquí. Pero no por ti.

Luego se apartó.

El Amo sonrió. No por crueldad, sino porque todo iba según su plan.

—Ahora —dijo— vais a volver a miraros. Vais a tocaros. Vais a probar si lo que os une es el deseo de servirme… o solo el miedo de estar solos.

Y así, en una noche sin lujuria explícita, pero llena de contacto forzado, miradas que ardían y silencios que pesaban más que un látigo, el equilibrio comenzó a reajustarse.

Íker lloró al final. No por dolor. Por gratitud. El Amo lo desató, lo abrazó, y le susurró:
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Cadenas de hierro y piel 7

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