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Cadenas de hierro y piel 6

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10 días
496 palabras
El ambiente estaba cargado. No con deseo… sino con algo más denso: incertidumbre. El Amo lo había anunciado esa mañana con voz suave, casi cruel:

—Hoy descubrirás si tu lealtad es obediencia… o apego disfrazado.

Los sumisos estaban en formación. Cuatro, desnudos y de rodillas. Joel, el más emotivo, respiraba con dificultad. Íker evitaba mirar a nadie. El esclavo principal, de pie frente a todos, sentía el peso de la noche antes de que siquiera comenzara.

En el centro del cuarto, el Amo colocó un potro de castigo. De cuero oscuro. Atado a él, estaba Álex, desnudo, ya marcado por sesiones anteriores, pero esta vez inmóvil y expuesto.

—Uno de ustedes —anunció el Amo— rompió una regla anoche. Alguien me mintió. No me importa quién fue. Solo que alguien pague.

El Amo miró directamente al esclavo principal. Su voz bajó un tono.

—Tú vas a ejecutar el castigo. Veinte golpes. Látigo corto. Intenso.

El culturista tragó saliva. Miró a Álex. El joven tenía los ojos llenos de miedo, pero no dijo nada. Sabía que protestar solo lo empeoraría.

—¿Dudas de mi orden? —preguntó el Amo, acercándose.

—No, mi Amo. Pero… ¿puedo saber si él fue el culpable?

Una bofetada.

—Tu deber no es preguntar. Es obedecer. No se castiga al cuerpo. Se moldea el alma.

El esclavo asintió, con el látigo ya en la mano. Lo conocía bien: trenzado, corto, preciso. Lo había sentido en su propia piel.

Se posicionó detrás de Álex. El chico temblaba. Era fuerte, pero no entrenado aún en resistencia emocional. La piel de su espalda, aún sin marcas, parecía rogar clemencia muda.

El primer latigazo fue seco. Fuerte. Álex apretó los dientes, pero no gritó. El esclavo tensó los músculos. Cada golpe era una traición. Cada golpe era obediencia.

Al cuarto, el chico gimió. Al séptimo, lloró. Y el esclavo dudó.

El Amo lo notó.

—¿Vas a detenerte? ¿Vas a desobedecerme por un lazo afectivo?

Silencio. El látigo temblaba en la mano del esclavo.

—¿Qué significa tu sumisión si eliges a otro por encima de mí?

Un paso más cerca. El Amo susurró al oído del esclavo:

—Si desobedeces, tú ocuparás su lugar. Pero si terminas… sabré que eres verdaderamente mío.

El esclavo cerró los ojos. Inspiró. Alzó el brazo.

Los siguientes trece golpes fueron más duros. Álex gritó. No en rabia, sino en derrota. Lágrimas y sudor le cubrían el rostro. Cuando el último latigazo cayó, todo quedó en silencio.

El Amo caminó hasta el esclavo. Le quitó el látigo. Lo miró largo rato.

—Has hecho bien.

—Gracias, mi Amo —susurró, con la voz rota.

—Y ahora sabrás la verdad.

El Amo se giró hacia los demás.

—No ...
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Cadenas de hierro y piel 6

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