El cuarto estaba en silencio. No el silencio apacible del descanso, sino ese cargado de tensión, donde cada mirada dice más que las palabras.

Los tres culturistas jóvenes —Nico, Joel y Álex— estaban de pie, alineados contra la pared. Aún llevaban restos secos de la sesión anterior sobre la piel, no por descuido, sino por orden del Amo. Era parte del castigo: caminar todo el día oliendo a sumisión. Pero hoy... lo que hervía no era vergüenza, sino algo más primitivo. Envidia.

El esclavo original estaba en el centro del cuarto, sobre una plataforma acolchada. Desnudo. Iluminado. Adornado con un arnés de cuero ajustado al torso, y una mordaza suelta colgando del cuello como un recordatorio: hoy no necesitaba hablar. Solo recibir.

El Amo caminó despacio por la sala. Observaba. Medía.

—He notado algo desagradable en el ambiente —dijo con voz fría—. Celos. Competencia sin permiso. Deseo de ser “mi favorito”.

Ninguno respondió. Todos lo sabían: hablar sin ser ordenados era castigo.

—¿Queréis ser mis preferidos? ¿Pensáis que basta con descargar leche y gimotear bonito para ganarse mi atención?

El Amo se detuvo frente a Álex, el más joven. El chico no levantó la mirada, pero el temblor en su mandíbula lo delataba.

—Te vi mirarlo con rabia cuando lo besé. ¿Crees que no me doy cuenta?

El Amo le dio una bofetada seca. No brutal, pero lo bastante fuerte para que se le escapara un jadeo humillado. No había odio en su mirada… solo dolor. Deseo de pertenecer más.

—Hoy os recordaré vuestro sitio.

Ordenó a los tres culturistas que se colocaran en fila, a cuatro patas, frente al esclavo original. Luego miró al esclavo y habló con calma calculada:

—Ellos te envidian. Quieren lo que tú ya tienes. Esta noche, vas a usarlos… uno por uno. Como si fueran juguetes. Y ellos no protestarán. Porque tú eres mío. Y ellos, solo aspirantes.

El esclavo tragó saliva, el corazón latiendo con fuerza. No estaba acostumbrado a dominar con tanta libertad. Pero el fuego ya estaba encendido.

Se acercó a Nico primero. Le hundió la cara contra el suelo con una sola mano.

—Pide permiso para ser usado —ordenó con voz ronca.

—Por favor, úsame… necesito ganarme tu lugar…

—Nunca lo tendrás —susurró el esclavo al oído, antes de penetrarlo sin compasión.

El Amo sonreía en su sillón, observando cómo su siervo actuaba como extensión de su voluntad.

Uno por uno, los tres fueron tomados. El esclavo no buscaba placer, sino humillar, someter, demostrarles que él era el preferido. Que su lugar no se ganaba con cuerpo, sino con entrega.

Joel gimoteaba cuando el esclavo le escupió sobre la espalda y lo usó como asiento.

—¿Creías que por tener más bíceps ibas a ser algo aquí? —l...