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El cuarto estaba oscuro, iluminado solo por una lámpara roja de baja intensidad que colgaba sobre la cruz de madera. El aire olía a cuero, sudor seco y una nota leve de incienso. Era la hora pactada. Siempre lo era.
El esclavo culturista llegó puntual, como había aprendido. Rodillas al suelo, mirada baja, corazón acelerado. El cuerpo aún mostraba las marcas de la última sesión. Las había cuidado con esmero, como quien protege un tatuaje recién hecho.
El Amo apareció tras él sin hacer ruido. Llevaba botas altas, un pantalón de látex ajustado y el torso desnudo, mostrando un físico maduro, esculpido no en gimnasios, sino en años de control. Su sola presencia imponía silencio.
—Has desobedecido —dijo con frialdad.
El esclavo levantó la vista, confundido. La sangre se le congeló.
—Mi Amo… no… no entiendo.
—Hablaste sin permiso durante la cena del martes. Interrumpiste cuando no se te había dado la palabra. No importa si fue leve. La obediencia no tiene excepciones.
Las palabras cayeron como piedra. El esclavo tragó saliva. No recordaba haber roto las reglas. Pero no discutió. No debía.
—Sí, mi Amo. Castígueme.
Una leve sonrisa se dibujó en los labios del Amo. No era placer sádico. Era satisfacción. El entrenamiento estaba dando frutos.
—Hoy no será castigo físico solamente. Hoy entrenaremos tu mente.
El culturista fue llevado hasta la cruz. Las correas se ajustaron una a una. Muñecas, tobillos, pecho. Su espalda quedó expuesta, abierta como una confesión. El Amo tomó una vara delgada, flexible. No hizo falta anuncio.
El primer golpe fue seco, preciso. El esclavo jadeó. Diez más siguieron, alternados con pausas, con palabras.
—No hablas sin permiso. No decides sin guía. No dominas sin mi mandato.
Cada frase era seguida por un golpe. No buscaba gritos. Buscaba rendición. Y la consiguió.
Cuando el cuerpo temblaba, y el sudor resbalaba por los hombros tensos, el Amo se acercó por detrás y habló al oído:
—Ahora, te daré una prueba.
Liberó al esclavo de la cruz y lo condujo hasta un espejo de cuerpo entero. Frente a él, otro joven esperaba. Desnudo, arrodillado. Joven, hermoso, nuevo. Su mirada estaba cargada de ansiedad y sumisión mal domada.
—Se llama Íker. Quiere servir. Pero no sabe cómo. Lo entrenarás tú. Yo miraré.
El culturista tragó saliva. Miró al chico, luego al espejo, y lo que vio fue desconcertante: no solo a sí mismo, sino al reflejo del Amo detrás, firme, observando. Como si lo estuviera manipulando con hilos invisibles.
—Empieza ahora.
Sin pensar, tomó al chico por el mentón. Le ordenó que se tumbara. Le ató las muñecas. Guiado por el recuerdo de cada sesión vivida, lo acarició, lo probó, lo corrigió. El chico jadeaba, temblab...
Cadenas de hierro y piel 3
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