El esclavo aún temblaba cuando el Amo liberó la cadena del techo. Sus muñecas quedaron marcadas por la presión de las esposas, pero no pidió alivio. Solo miraba a su Amo con esa mezcla de hambre, reverencia y algo más… algo que no se atrevía a nombrar.

—Te has ganado un privilegio —dijo el Amo, mientras lo guiaba hacia una alfombra gruesa en el centro del cuarto.

Allí, dos figuras esperaban, también desnudas. Uno era un joven de piel morena, delgado pero fibrado, con una mirada baja y el cuello ya marcado por mordidas recientes. El otro era mayor, más robusto, con barba recortada y ojos cargados de deseo contenido. Ambos llevaban collares idénticos, símbolo de que no estaban allí por primera vez.

El esclavo tragó saliva. No por celos —ese sentimiento había sido aplastado tiempo atrás—, sino por el puro impacto de saberse parte de algo mayor. Su Amo no solo lo poseía a él… gobernaba un pequeño mundo de cuerpos rendidos y mentes entregadas.

—Hoy aprenderás a dominar… bajo mi mirada —dijo el Amo con voz grave.

El culturista alzó la vista, sorprendido. Hasta ahora, siempre había sido quien recibía. Obedecía. Era moldeado. Pero ahora… ¿sería instruido para controlar?

—No olvides quién manda aquí —añadió el Amo, tomando al esclavo por el mentón con firmeza—. Si te permito mandar, es solo porque yo lo deseo.

—Sí, mi Amo —susurró él, con el pecho acelerado, una mezcla de orgullo y miedo.

La escena se desarrolló como una coreografía guiada por el deseo y la obediencia. El Amo dirigía, marcando tiempos y posiciones. El culturista, aún nuevo en ese rol, comenzó a dominar al chico delgado bajo las instrucciones de su Señor. Lo inmovilizó con cuerdas suaves, exploró su cuerpo con manos aprendidas, y lo penetró bajo la mirada vigilante del Amo. Cada movimiento era una prueba. Cada gemido, una ofrenda.

El otro sumiso, el mayor, fue llevado por el Amo mismo. Atado a un banco, con una mordaza de cuero y los ojos vendados, recibió golpes precisos de una fusta. El Amo no hablaba mucho. No necesitaba hacerlo. Su autoridad estaba en cada mirada, cada silencio, cada leve gesto con la mano.

Y entre todo, el culturista comenzó a comprender algo nuevo: el verdadero poder no era solo físico, sino emocional. Cuando el chico delgado gimió su nombre, no lo hizo por placer, sino por rendición. Por confianza. Y eso lo sacudió más que cualquier orgasmo.

Horas después, el cuarto quedó en silencio, cargado de sudor, marcas, fluidos y un calor que no venía solo de los cuerpos. El Amo se sentó en un sillón de cuero, con el esclavo culturista de rodillas a sus pies, la cabeza apoyada sobre su muslo.

—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó el Amo, acariciándole el cabello.

—Porque soy suyo, completamente —respondió el joven.

—No solo ...