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El altar de la carne.

Escrito por: tuesclavo25

ayer
813 palabras
El aire estaba espeso. No por el calor, sino por la presencia.
La celda no tenía ventanas, y aun así parecía más expuesta que cualquier plaza pública. Porque allí dentro, todo lo que uno era —nombre, voluntad, historia— se quedaba en la puerta. Lo único que importaba era el cuerpo. El del que manda, y el del que obedece.

Y él, Mandla, era el que mandaba.

Avanzó desnudo, sin prisa, con cada paso como un martillo golpeando el suelo. Su cuerpo era una catedral sin grietas: piel negra tensada sobre músculos que no sabían de compasión. El pecho ancho, los hombros marcados como piedra tallada, y entre las piernas, colgando con amenaza viva, su cetro: una polla gruesa, brutal, pulsando como el corazón de una bestia. Gorda, orgullosa, erecta sin esfuerzo, como si el solo acto de caminar fuera suficiente para exigir adoración. Era su corona. Su cetro. Su arma. Su bandera. No necesitaba símbolos: la llevaba delante, temible, imponente, como una promesa que siempre se cumplía.

Frente a él, de rodillas, con la cabeza gacha y el culo hacia atrás, estaba el otro. Ya no tenía nombre. Ya no tenía sexo. Solo un cuerpo blanco, pequeño, encogido en sí mismo, cubierto de piel suave y carne inservible. Su polla era lo contrario: pequeña, encogida dentro de una jaula de acero, inofensiva, burlada, casi infantil. La vergüenza había sido suprimida por el tiempo: lo que quedaba era resignación.

Y su culo, su culo era otra historia.
Era el lugar donde se escribía la ley. Redondo, pálido, desgastado por sesiones previas. Mandla lo llamaba “el altar”, porque allí sacrificaba la resistencia, allí se imprimía el dominio. Las marcas eran visibles: dedos, cinturones, huellas abiertas y cerradas. Y entre las nalgas, ese agujero que parecía siempre esperar, como si supiera que ya no le pertenecía.

Mandla lo rodeó. No dijo nada. Solo lo observó, como un dios contempla a su siervo. Luego se detuvo frente a él y alzó su verga con una mano, como quien presenta el estandarte en un ritual antiguo.

—Esto es lo único que importa aquí —dijo con la voz grave, seca, más cerca de una sentencia que de una frase—. Tu vida empieza y acaba en esto.

El sumiso alzó la mirada. No de deseo, sino de obediencia. Su boca estaba seca. Su garganta tensa. No podía hablar, ni debía. Solo escuchar, tragar, arrodillarse.

Mandla lo obligó a girarse. Se inclinó y le escupió entre las nalgas con violencia. El sonido de la saliva impactando contra la carne blanca fue como un disparo en la celda. Luego, con la palma abierta, separó las nalgas con una fuerza que no pedía permiso.

Y allí estaba. El orificio. El punto cero. El símbolo del sometimiento.

—Eres una vasija. —Le susurró mientras lo tomaba por la nuca y lo mantenía bajo—. Un recipiente. Todo lo que entra en ti, me pertenece. Todo lo que sale, lo desprecio.

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El altar de la carne.

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