Me había mudado a un barrio céntrico de la capital del Turia hacía apenas un mes, una zona privilegiada que, aunque rehabilitada, mezcla los últimos reductos de un barrio tradicional, con los nuevos comercios alternativos y bares de copas. Todo embriagado de una belleza decadente.

En realidad, buscaba cambiar de aires, no depender tanto del coche, priorizar mi calidad de vida, y tener todo a un paso, sin pensar dónde puedo aparcar, y esto último también incluía las relaciones esporádicas, que se complican potencialmente cuando vives a más de 5 km de la ciudad.

Con todos los cambios, y acostumbrado con anterioridad a la cercanía de las grandes superficies de periferia, tenía grandes hándicaps para hacer la compra semanal, o simplemente para ir a cortarme el pelo, y claro, no buscaba cualquier peluquero, odio el ambiente de una peluquería moderna de postureo frecuentada por niñatos, pero tampoco quería acudir a un antro frecuentado por heteros de una Barbería.

Un jueves por la tarde, paseando sin rumbo, vi un pequeño local que, aunque viejo, estaba decente, la “Barbería Vicente”. Debido al tamaño del local, en la entrada había un pequeño mostrador, seguido de un sofá de 3 plazas frente a una tele silenciada, al fondo estaba la zona de trabajo. Al fondo y una pila donde lavar la cabeza, pero que juraría que en muy pocas ocasiones se hacía uso de ella.

Vicente, era un hombre de casi 50 años, fornido, peludo, brazos gruesos, manos trabajadas, barba entrecana y llevaba una camiseta que, sin ser ajustada, le marcaba el pecho y la panza. En definitiva, era un tío atractivo, sin pretenderlo, de mirada desafiante e imponente.



Justo, le habían cancelado una cita, y en lo que tardaba en venir el siguiente cliente, accedió a atenderme, así que directamente me hizo sentarme y empezó a cortarme el pelo. Al principio la conversación fue muy insustancial, la típica que se tiene con un vecino en un ascensor, pero todo cambió cuando mencionó que estaba divorciado y que no tenía intención de volver a casarse.

Debió ser la confianza que emanaba, o el hedor a hombre después de un día de trabajo que desprendía, pero le confesé que después de 6 años con mi exnovio, mis planes de boda desaparecían

—Aquí hay mucho maricón suelto, no te preocupes —dijo, sin malicia—

Me reí, incómodo y quise abortar la conversación cuando entro su próximo cliente.

—A mí me da igual —añadió—. Lo que no soporto son los que van de machotes y luego van buscando rabo a la desesperada, sin que lo sepan en su casa… va siendo menos normal, pero aún quedan, y más en este barrio.

De golpe, su mano me agarró fuerte la cabeza, para no cortarme con la maquinilla, un pequeño lunar. Me miró en el espejo, de reojo… Y yo sin quererlo noté como mi pene lubricaba.

—Tranquilo hombre—dijo con so...