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Carne, jaula y dinero.

Escrito por: tuesclavo25

ayer
898 palabras


El salón privado estaba al final de un largo pasillo alfombrado, en la última planta de un edificio que no figuraba en ninguna guía pública. Era el refugio secreto de Arturo Salvatierra: techos altos de madera oscura, alfombras persas pesadas, cortinas de terciopelo burdeos que dejaban pasar una luz tamizada y sucia. El aire olía a tabaco añejo, cuero curtido y vino derramado. Una lámpara de araña apenas iluminaba la escena, dejando las esquinas sumidas en penumbra.

En el centro del salón, dominándolo todo, un sillón de cuero marrón, enorme, macizo, como un trono, donde Salvatierra estaba sentado, dueño del lugar, dueño de los hombres.

Arturo Salvatierra vestía su uniforme habitual: traje azul marino a medida, camisa blanca con los dos primeros botones abiertos, corbata de seda roja caída alrededor del cuello como un descuido elegante. En la muñeca, un reloj suizo de oro, pesado como un grillete. En la mano derecha, el puro que fumaba con lentitud ritual, y en la izquierda, una copa de vino rosado con burbujas pequeñas subiendo perezosas. Sus ojos, grises, duros, eran los de un depredador saciado.

Frente a él, de pie junto a la cama king size cubierta de sábanas negras satinadas, estaba Ramón.

Ramón era un toro de hombre: sesenta y siete años, espalda como un muro, brazos tatuados, barriga dura de músculo y carne de verdad. Su cabello era corto, gris acero, igual que su barba cerrada. Llevaba solo unos pantalones de tela tosca bajados a medio muslo, dejando al aire su polla pesada, gruesa, colgando amenazante como un arma lista para ser usada. Sus botas negras resonaban cuando se movía en el suelo de madera encerada.

En medio de la cama, como un tributo silencioso, estaba Iván.

Iván tenía treinta y cuatro años, piel clara, el cuerpo trabajado pero ahora reducido a adorno. Llevaba únicamente un sujetador de encaje negro, demasiado pequeño para su torso masculino, y una jaula de castidad que mantenía su sexo prisionero, abultado, sensible, inútil. No tenía derecho a más ropa, ni a más protección. Sus muñecas estaban atadas a la cabecera de la cama con tiras de cuero. Las piernas abiertas, presentadas, expuestas sin pudor. El cabello oscuro, despeinado, caía sobre su frente sudorosa.

La situación no era casual.

Salvatierra había comprado esa noche. Había pagado para que Iván estuviera allí, para que Ramón lo utilizara delante de sus ojos, como un capricho caro y repugnante que solo el dinero sucio podía comprar.

—Empieza —ordenó Arturo con voz ronca, sin quitar el puro de su boca.

Ramón no necesitó más.

Se subió a la cama de un salto pesado, aplastando con sus botas el satén, y agarró a Iván por las caderas como quien toma una presa caída. Sin cuidado, le separó aún más las piernas hasta oír crujir las articulaciones.

Escupió entre las nalgas de...
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