El aire en mi casa estaba cargado, un silencio pesado roto solo por el tictac del reloj en la cocina. Lo había conocido en una app, un par de mensajes breves y una foto que no dejaba mucho a la imaginación: torso definido, barba espesa, ojos que decían todo sin prometer nada. Cuando abrí la puerta, allí estaba, en carne y hueso, con una camiseta negra que se le pegaba al pecho y un olor a cuero y tabaco que me golpeó de inmediato.
No hablamos. Sus ojos recorrieron mi cuerpo mientras cerraba la puerta, y antes de que pudiera pensarlo, me tenía contra la pared del salón. Sus manos eran grandes, ásperas, deslizándose bajo mi camisa, reclamando piel. No hubo besos, solo el roce de su barba contra mi mandíbula, un mordisco leve que me hizo jadear. Mi cuerpo respondió antes que mi mente, arqueándome contra él, pidiendo más.
Me llevó al dormitorio, un trayecto borroso de manos y pasos torpes. La cama crujió bajo mi peso cuando me empujó sobre el colchón, boca abajo, mis manos aferrando las sábanas. Él estaba detrás, desabrochando su cinturón con un sonido que cortó el aire. Mis jeans ya estaban en el suelo, y sus dedos, fríos al principio, exploraron sin delicadeza, preparándome con una urgencia que me hizo gemir.
—Dámelo —murmuré, la voz rota.
No respondió. Entró en mí con un movimiento lento, profundo, que me llenó hasta robarme el aliento. Cada embestida era precisa, ruda, su cuerpo chocando contra el mío con un ritmo que no daba tregua. Mis gemidos llenaban la habitación, mezclándose con sus gruñidos bajos, casi animales. El calor de su piel, el peso de sus manos en mis caderas, todo era una corriente que me arrastraba.
No sé cuánto duró. El placer era cegador, un nudo que se apretaba en mi interior. Su ritmo se aceleró, sus dedos clavándose en mi piel, y entonces lo sentí: un calor intenso, líquido, derramándose dentro de mí. Su cuerpo se tensó, un jadeo grave escapó de su garganta, y supe que había terminado. Me había marcado, me había dado algo que quizás echara raíces.
Se apartó sin una palabra. Sentí el vacío, el calor goteando entre mis piernas. Me giré, aún temblando, pero él ya estaba recogiendo su ropa. Caminó hacia la puerta, su silueta recortada contra la luz del pasillo. No me miró. No dijo nada. La puerta principal se cerró con un clic, y el silencio volvió, pesado, como si nada hubiera pasado.
Me quedé en la cama, las sábanas revueltas, el corazón latiendo fuerte. Su olor aún flotaba en el aire, y en mi cuerpo, una sensación nueva, una posibilidad. Sonreí, sabiendo que algo suyo se quedaba conmigo.