Debes estar acostumbrado a escuchar tu nombre de diversas formas. Por siglos has sido objeto tanto de adoración como burlas. Utilizado casi como un objeto por aquellos cultos y religiones. Tú sola presencia representa pudor y excitación. La contradicción inherente con la que vives solamente es exaltada por aquella semiótica digna de filosos y artistas a lo largo de tu existencia.

Desde que nacimos hombres, eres el amigo que nos acompaña y acariciamos. Creciste junto a nosotros. Los cambios que vivimos fueron nuestra cotilla privada. Esa floreciente pubertad te adornó con vellos al alrededor, mientras tú tronco se engrosaba y endurecía con cada primavera.

Recordamos aquellos días, cuando te levantabas por ti mismo y solías avergonzarnos. Aún no teníamos esa conexión de tu sentir más profundo. Te erguías reclamando de tu lugar y comenzaste a llorar de excitación.

Nos negamos aceptar que estabas despabilando de aquel letargo, cuya timidez solo reflejaba la inocencia de la niñez que se iba. Te despertabas cada mañana con ansias de cariño. Con un capullo humedecido por las ansias de polinizar, derivado de sueños húmedos. Esas noches eran el comienzo del fin de la infancia.

Una adolescencia bochornosa, gracias a esas hormonas confabuladoras, fueron la etapa en que probablemente más te quisimos y te odiamos al mismo tiempo. A base de incomodidad, aprendimos a encubrir aquellas erecciones que tuviste en el salón de clases. Era un amaestramiento constante por dejarte oculto en aquellos calzoncillos que te sostenían. Por las calles adquirimos la habilidad de acoplarte a un lado de nuestro pantalón con sutileza, y de caminar con la mano en nuestros bolsillos para que no te vieran.

Pero estando solos, aprendimos las maniobras que significarían la enseñanza en aquellos años venideros, pues sumarian al entender tú real existencia. Aquellas poluciones inconscientes rompieron el velo de la fantasía. Mi mano, como buen artesano, iba entrenando tú falo de poder. Los puntos de quiebre eran claros. La sensibilidad entre tu prepucio y el glande hacían estallar como fuegos artificiales, que dieron la bienvenida a la adultez, aquel néctar blanco que chorreaba como volcán por ese montañoso frenillo.

Probablemente tu peor enemigo fuimos nosotros mismos. No pudimos evitar compararte y cuestionarnos tu existencia. Esas dudas sólo conllevaron a tus inseguridades haciendo que tus cuerpos cavernosos no quisieran bombear aquella sangre que te hacia crecer y alegrarte.

Lamentamos haber minado tu seguridad, jamás debimos cubrirte frente a otro contrincante que presumía ser más grande y fuerte que tú. Probablemente la experiencia de aquellos rivales era mayor, pero tu como un joven aprendiz no podías ir más rápido que el maestro que te entrenaba. Sólo fue cosa de tiempo antes de salir a escena, y desmostar tu envergadura en el campo de batalla.

Cuan...