Hay una razón por la cual el ser humano es la más avanzada de entre todas las bestias. No es el desarrollo de la tecnología ni la autoconsciencia, como dicen muchos científicos. La razón principal tiene que ver con la evolución: la capacidad de adaptación. Este es el mecanismo de supervivencia que nos ha mantenido a salvo desde los recónditos orígenes de la civilización. Por supuesto, intervienen factores biológicos. Cuando nos encontramos en peligro o en una situación de estrés, nuestro cerebro libera la hormona de la adrenalina, que inmediatamente nos pone en alerta. Pero hay algo más allá, algo más intangible. Todo hombre se ve por lo menos una vez en su vida en la encrucijada de tener que luchar por lo que es suyo o dejar que se lo arrebaten. Ahí no interviene la biología, solo los cojones. Esas decisiones, por insignificantes que nos parezcan, nos definen. El hombre que deja que otro le robe la pieza de caza que el había atisbado primero. El que se queda siempre con el segundo plato, la hembra menos agraciada de la tribu. Una vez tomas partido por ser el que somete o el sometido, es difícil volver a cruzar la línea. Tu cuerpo se adapta y acepta su naturaleza.

Años de civilización habían borrado ese barniz animal que nos recubre a los seres humanos desde que vivíamos en cuevas. No obstante, el cuerpo es sabio y recuerda sus orígenes. Ahora nos definían actos aún más sencillos. El escenario ya no es la selva, sino el patio del colegio. Ya no nos peleábamos por la comida o por la hembra más fértil, sino por los juguetes o el puesto en la cola para comer. Ser fuerte había pasado a segundo plano; ahora lo importante eran las agallas y la inteligencia. Lo uno sin lo otro es inútil; combinadas, en cambio, son mortales. Un chico lo suficientemente listo como para saberse superior y con el suficiente valor como para tomar lo que es suyo dominaría el mundo. Los escrúpulos morales nos limitan. Ahora más que nunca, se impone la ley de la selva.

Me gustaría decir que esto era en lo que reflexionaba después de haber consumado la venganza contra Ernesto. Que la estampa de Amancio yaciendo bajo mis pies era la culminación de todos esos años de evolución. La garantía de que los seres humanos se dividen entre lobos y ovejas. Pero no, yo no pensaba en esas cosas. De hecho, no pensaba en nada en absoluto.

El corazón me latía como si no fuera un mañana. Las fosas nasales se dilataban buscando y reconociendo los aromas de la habitación. El sudor que había dejado Ernesto, recuerdo de la humillación. La meada con la que le había marcado. Es curioso como el olor de la orina ajena nos resulta desagradable, pero la propia satisfactoria. Por último, el aroma de mi polla babeante que llevaba más de una hora tiesa. Ese era el motivo por el cual no podía pensar en nada. Sentía que toda la sangre de mi cuerpo se encontraba en mi rabo, pidiéndome que lo tocara. Suelo bromear con que mi ...