Recordatorio para los lectores: la presente historia se basa en el fetiche único de la macrofilia/microfilia, que consiste en la excitación que producen las interacciones (obviamente, solo en la imaginación) entre personas con diferencias extremas de tamaño, gigantes (de muchos metros de altura) o personas diminutas (menores de 20 cms o similar). Por favor, no sigas leyendo si el tema no te interesa o te produce una cierta curiosidad. Sé que es algo que no es para todos los públicos.

INSIGNIFICANTE

El mundo estaba totalmente cambiado. Tras la pandemia y después del desastre económico, mi país se había convertido en una dictadura y los derechos civiles habían sido reducidos drásticamente. La peor parte, no obstante, se la habían llevado los hombres homosexuales. Si bien las lesbianas eran toleradas, los gays habían sido considerados “enemigos del estado” y había comenzado una feroz persecución. Al principio eran simplemente detenidos y llevados a prisión, sin embargo, después se dio un paso más: eran desposeídos de todos sus derechos como individuos y comenzó a hacerse frecuente que se les declarara como esclavos y pasasen a ser una mera propiedad de alguien, normalmente de aquella persona que les había denunciado.

Así pasaron algunos años. Sin embargo, incluso en una sociedad tan degradada como aquella, a muchos “dueños” de los gays les costaba verlos completamente deshumanizados, y ello causaba problemas, hasta que el estado dio con una solución para ello. Los científicos habían desarrollado una tecnología que permitía reducir de tamaño a las personas y así se decretó que todos los homosexuales fueran reducidos al tamaño de un juguete y entregados de esta forma a los que serían sus dueños, que tendrían así mucho más fácil considerarlos una simple posesión, como quien posee un muñeco o una mascota. La mayoría de los gays así reducidos solían acabar sus días espachurrados entre los dedos inconscientes de un niño, comidos por perros o gatos, o simplemente aplastados bajo los pies de sus dueños, cuando se cansaban de tenerlos.

Aquella noche me encontraba en casa aterrado. Hasta entonces había más o menos conseguido mantener mi homosexualidad en secreto, pero, en las últimas semanas, un par de citas imprudentes me habían puesto en el punto de mira de la policía. Habían estado haciendo preguntas sobre mí en el trabajo y estaba seguro de que el círculo se estaba cerrando. Me atenazaba la idea de que en cuestión de días o incluso horas podía estar detenido, ser reducido a un tamaño minúsculo y entregado a un desconocido para que hiciese conmigo lo que quisiera.

En mi frenético pensar no sabía a quien acudir. Mis padres habían fallecido en un accidente de tráfico hacía pocos meses y no tenía más familia ni realmente amigos. Mi pensamiento voló hacia mi padrino, Fernando, un buen amigo de mi padre. Lo recordaba como un homb...