Escrito por: Bi_e_l
871 palabras
Soy un sumiso, y llevo años sumergido en este mundo de sombras y entregas, donde el placer se entreteje con la humillación como hilos de una tela que me envuelve cada vez más apretado. No siempre fui así; al principio, la sumisión era solo un juego, un roce superficial con el deseo de ceder control. Pero con el tiempo, se convirtió en algo más profundo, en una búsqueda de mí mismo en el fondo de lo prohibido. Y de todas las prácticas que he explorado –latigazos, gagging o bondage, entre otros –, ninguna me ha cautivado tanto como la lluvia dorada. Esa corriente cálida, prohibida, que desciende sobre mí como un bautismo pagano. ¿Por qué? Me lo pregunto a menudo, en las noches de insomnio después de una sesión, cuando el cuerpo aún late y la mente repasa por lo sucedido.
La satisfacción que produce es, ante todo, una rendición total. En el acto de recibir la lluvia, no hay medias tintas: es un intercambio primal, donde el Amo marca su territorio de la forma más instintiva posible, y yo, el sumiso, acepto esa marca como un sello de pertenencia. No es solo físico; es psicológico, casi espiritual. Cuando siento el primer chorro caliente golpear mi piel –en el pecho, en la cara, en la boca abierta–, algo se rompe dentro de mí. Es como si todas las barreras sociales, todas las normas que nos enseñan desde niños sobre lo “bueno” y lo “puro”, se disolvieran en ese líquido ambarino. Me siento expuesto, vulnerable, pero al mismo tiempo, liberado. La humillación me eleva: soy el receptáculo de su esencia más básica, de algo que él expulsa y yo recibo con gratitud. Esa inversión de poder me produce un placer que roza lo adictivo porque me recuerda que, en la sumisión, encuentro mi fuerza, mi liberación. No soy débil por arrodillarme; soy valiente por hacerlo, por elegirlo.
Y luego está el sabor, oh, el sabor… No es uniforme, como muchos piensan. Cada lluvia es única, un mapa de la vida del Amo en ese momento. He aprendido a valorar sus variaciones como un catador de vinos, pero de un fluido prohibido. Si ha bebido mucha agua, es ligera, casi insípida, con un toque salado sutil que me hace salivar, como un beso marino. Clara, casi transparente, con un color amarillo pálido que brilla bajo la luz de la habitación. Me gusta esa versión porque es gentil, fácil de digerir y de saborear. Pero cuando está concentrada –después de una noche de alcohol, por ejemplo–, el sabor se intensifica: amargo, áspero, con un regusto metálico que se pega al paladar y me obliga a tragar con esfuerzo. El color entonces es más oscuro, un dorado profundo, que chorrea por mi barbilla. Ese es el que más me desafía; el más exigente, me hace sentir sucio de verdad, pero en esa suciedad encuentro éxtasis. ¿Por qué? Porque me obliga a confrontar lo tabú. Tragar eso es aceptar lo que la sociedad rechaza, y en esa aceptación, me libero de juicios ajenos.
El color también cuenta su historia. He visto l...
Mi oda a la lluvia
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