El Entrenamiento (Parte III)

III.-

El Verdugo los condujo a una instalación tras la arboleda que rodeaba en su parte norte a la casa, donde había una construcción liviana, sin paredes y con un techo de madera y tejas, con amplios mesones y bancas de madera. Recibieron su primera comida: avena, leche, agua, fruta y pan. Se sentaron uno frente al otro, de dos por cada lado del mesón, bajo la estricta mirada del Verdugo, que ya despertaba miedo en los cuatro. Nadie habló, todos miraba solo su plato. Un indígena, vestido con su pantalón y camisa de manta y faja roja, igual de silente, diligente y discreto que todos los demás sirvientes.

Aquí nadie habla, sólo yo. Todos mirando sólo su plato, la mirada fija en él.

Todos obedecen.

- ¡Manos sobre la mesa!
- ¡Manos en la espalda, todos de pie!, ¡Síganme!

Todos acataron, en completo silencio. Parecía que toda una vida hubieran sido tratados de la misma forma y que ya conocían, por la pesada costumbre, cómo debían comportarse, pero sólo llevaban un par de horas viviendo esta experiencia.

Fueron conducidos hasta otro galpón, cerrado, amplio, convertido en un amplio y bien dotado gimnasio y centro de entrenamiento. Ahí los estaba esperando el Entrenador. Frente a él, en línea, separados un metro cada uno de ellos. El Entrenador les observó, detenidamente, y señaló su conclusión:

- No están mal, hay potencia acá - para continuar - pero se necesita trabajo, constancia y disciplina. Desde hoy no habrá descanso, sigan todas las instrucciones y hagan los que se les mande inmediatamente. ¿Estamos claro?
- ¡Sí Señor!

Los recorrió uno por uno y les tocó, con no poca lascivia, agregando comentarios tales como “exceso de grasa”, “falta tonificar”, “sin volumen”, etc. Al llegar frente a Cuan, que miraba al suelo, le dijo:

- Tú necesitas trabajo especial. Tienes buen cuerpo, pero está sin tonificación. Tendrás que darlo todo.
- ¡Sí Señor! - respondió Cuan.

Cuan tenía ideas fantasiosas sobre ser dominado desde los quince años. Recordaba claramente cómo se excitaba viendo a sus compañeros de colegio, especialmente a una más grande que él, muy bruto y abusador, disfrutando siendo humillado y golpeado por éste. Eso le marco y lo buscó con más intensidad en los años siguientes. Gustaba de entregarse y perder el control; pero esas fantasías no llegaban a parecerse en nada a lo que estaba viviendo ahora.

Le dolían las plantas de los pies por caminar descalzo sobre el maicillo, las piedras y guijarros de las sendas. Todo era incómodo: el collar al cuello, las muñequeras y tobilleras, el taparrabo - pequeño y ajustado-, el trato, la opresión, el control total, el rigor de los órdenes, las reglas deshumanizantes, todo.

Tenía un pánico real, el miedo lo había embargado por completo. Era ese miedo el que le llevaba a obedecer ciegamente. ...