Escrit per: DonMartin
1397 paraules
El Maduro y su Cajero de Pollita
L tenía 54 años, presencia impecable, ático en Salamanca y una cuenta corriente que crecía gracias a chicos que, como J, pagaban por sentirse inferiores. Su dominio era elegante, sin gritos: bastaba una mirada y una sonrisa para que cualquier sumiso abriera la cartera… y las piernas.
J tenía 30 recién cumplidos, administrativo en Valencia y un secreto que lo consumía: su pene era pequeño, muy pequeño. Apenas 9 cm en su mejor erección, algo que siempre había llevado con vergüenza hasta que descubrió que había hombres como L dispuestos a convertir esa vergüenza en placer puro. Se conocieron en un chat de findom. Los primeros tributos fueron simbólicos, pero L ya marcó territorio desde el minuto uno:
«Envíame una foto de esa pollita ridícula que tienes, J. Quiero verla antes de aceptar tu dinero»
J obedeció, rojo de vergüenza y duro como nunca. La respuesta de L fue un simple:
«Perfecto. Ahora sí tienes mi atención. 20 € para mi gin-tonic de esta noche»
Los tributos escalaron rápido. Cada vez que J enviaba dinero, L le pedía una nueva foto o vídeo: la pollita dentro de unos calzoncillos infantiles, la pollita comparada con un mechero, la pollita intentando (y fallando) endurecerse mientras J leía los mensajes de L.
«Mira qué cosa tan insignificante. Y aun así pagas por mí. Eso es devoción de verdad»
El primer encuentro presencial fue en un hotel discreto a las afueras de Valencia. J llegó con 400 € en billetes de 50. L lo recibió en bata, whisky en mano.
«Desnúdate. Todo menos los calzoncillos.
». J se quitó la ropa temblando. Cuando los calzoncillos bajaron, L soltó una risa baja y genuina. «Madre mía, J… si es que casi no se ve. Ven aquí».
Le levantó la barbilla y, con la otra mano, pellizcó suavemente la pollita flácida.
«Con esto nunca vas a satisfacer a nadie, ¿verdad? Por eso pagas. Porque sabes cuál es tu lugar»
Empezó el ritual: cada billete entregado era acompañado por una humillación concreta. Billete 1 → bofetada suave.
Billete 2 → L obligándolo a masajearle los pies mientras murmuraba: «Nadie con una pollita así merece tocar a un hombre de verdad si no paga antes».
J masajeaba con una devoción enfermiza: era, sin duda, el mejor masajista que L había tenido nunca. Sus manos sabían exactamente dónde presionar, cómo deslizarse, cómo aliviar cada tensión. L cerraba los ojos y gemía de placer.
«Eres una joya dando masajes, J. Lástima que lo demás… bueno, ya ves». Y señalaba con la barbilla el pequeño pene encogido.
Los encuentros se volvieron adictivos. Cada vez que se veían, L encontraba nuevas formas de recordarle a J su “deficiencia”. Lo obligaba a estar desnudo mientras él iba vestido de traje. Le hacía caminar por la habitación con la pollit...
Findom: cuando el maduro es mantenido por el joven minipene
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