Escrit per: 42Daniel
723 paraules
Seguí mamándosela de tanto en en tanto a Paco y, en la Uni, también fui conociendo chicos y teniendo sexo con ellos. Pero allí me faltaba algo. No encontraba la excitación y el morbo que me habían provocado unas simples mamadas en el campo.
Uno de los fines de semana familiar, mis padres invitaron a comer al cura del pueblo, MosenJuan, le llamaban ellos, que eran muy creyentes. Yo, sorprendido, y sin apenas ya convicciones religiosas, apenas hablé durante la comida, a pesar de la campechanía del hombre y las muestras de interés en mis estudios y en mis aficiones.
Era un hombre de cuarenta y tantos años, muy delgado casi calvo pero con los brazos muy peludos. Sus facciones eran marcadas y su tez blanquecina. No, no era un hombre atractivo, al menos para mí.
Vestía de sport, sin ningún signo externo de su condición, excepto una fina cadena al cuello con un crucifijo con que él jugaban sus dedos, sacándolo a veces fuera de su camisa.
Mis padres estaban tan serviles con el invitado que daba vergüenza ajena pero el parecía acostumbrado a ello y lo disfrutaba.
Con la excusa de acabar un trabajo académico inexistente, me despedí amablemente y me fui a mi dormitorio.
A media tarde, cuando creía que ya se había ido el sacerdote, mi padre llamó a mi puerta y me pidió que acompañara a Mosen Juan a la iglesia para recoger unos libros de oración de los que habían estado hablando y que le interesaban a mi madre. Como pensaba ya salir a encontrar a unos amigos, pensé que no serían tanto fastidio diez minutos acompañándole.
Llegamos al edificio caminando casi en silencio y el Mosen propuso que entráramos por un lateral, cruzando un almacén donde se amontonaban, no muy bien resguardadas, las figuras del Belén gigante que se montaba anualmente en la parroquia.
“Aquí están los libros para tu madre” , me dijo cogiendo un par de una estantería del fondo y ofreciéndomelos.
Creí que iba a irme ya, con los misales en la mano, pero el cura añadió: “¿No quieres aprovechar para confesarte, Mario?”. Me sorprendió, no me lo esperaba. Negué con la cabeza pero no quería ser brusco ni maleducado. Pero añadió con expresión confidente: “Sabes que no puedo revelar secretos de confesión, pero Paco se confiesa conmigo todas las semanas...” Quedé paralizado. “Si confiesas, te arrepientes, la penitencia será suave. Si no lo haces, te tendré que castigar”. Ya tenía en su mano una paleta de madera oscura. No me creía lo que veía. “Apóyate en ese sillón de espaldas a mi”. Sin pensar, lo hice. Me dio un primer golpe fuerte que me balanceó y me dijo que si me bajaba los pantalones, me dolería menos y no dejaría señales. Los paletazos eran contundentes y espaciados, como saboreando su efecto en mi.
Al principio, solamente se oían los golpes y mis gemidos, pero pronto oí un razonamiento que ya había o...
El castigo.
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