El doctor I

Sonó el intercomunicador.

- Doctor, la visita que esperaba está aquí.
- Que pase, Ana.

Miré el reloj. Puntualidad británica. Empezábamos bien. Hacía unos días que había puesto un anuncio para contratar un enfermero o enfermera para mi consulta de proctología. Pedía que enviaran currículum sin foto, para no dejarme llevar por atractivos físicos, y carta de motivación. Entre todos los que habían llegado, me había interesado especialmente uno, por la formación y la
experiencia y por la buena redacción y contenido de la carta. Reservé el resto, por si la entrevista no se ajustaba a mis expectativas, y lo había convocado para ese día a esa hora.

La primera impresión no podía haber sido más positiva: como metro ochenta, tipazo musculado sin excesos, cinturita juncal, moreno, ojos del color del acero… Un bellezón digno de la pasarela más exclusiva del mundo. No lucía joyas ni tatuajes, llevaba el pelo corto, al estilo militar y vestía chinos, zapatos con cordones y camisa blanca. Discreto pero cuidado, lo ideal para mi consulta.

- Buenos días, doctor.
- Pasa, Mateo, siéntate. Bien, he mirado tu currículum y es realmente interesante, así como la carta de motivación.
- Gracias señor.

Tuvimos la charla habitual en estos casos y la verdad es que aún mejoró la impresión que me había dado la documentación. Le informé del sueldo y le pareció correcto. No suelo equivocarme con la gente: me pagué la carrera de medicina y la especialidad prostituyéndome y tuve que aprender a juzgar a las personas de un vistazo.

- Bien, Mateo, pues estamos de acuerdo. ¿Puedes empezar el lunes?
- ¿Sí? Sí, claro. Pensaba que…
- Que te diría aquello de “ya te llamaremos…” No es mi estilo. Me precio de conocer a las personas y estoy seguro de que no me equivoco contigo. Sé lo que quiero y no soy persona de dudas.
- Le aseguro que haré todo lo que sea necesario para que este usted satisfecho conmigo, doctor.

Al pronunciar estas últimas palabras noté un brillo especial en sus ojos, pero lo atribuí al entusiasmo del joven que acaba de encontrar un buen empleo. Nos despedimos y, cuando salía, no pude evitar echar un vistazo al culazo macizo que los pantalones apenas podían contener. Me quité inmediatamente la imagen de la cabeza.

Llamaron a la puerta. Era Ana, que ya había terminado su jornada.

- Dime que lo has contratado, dime que se queda… No, mejor dime que no te ha gustado y que contratarás a una enfermera fea y vieja. No, joder, ¡qué guapo! ¡Y qué cuerpazo! ¡Y qué ojazos!

Solté una carcajada. Ana era una muchacha de veintitrés años, morena, de formas rotundas que ella sabía explotar, simpática y pizpireta, y una magnífica profesional. Cuando le había hecho la entrevista de trabajo me llamó la atención su resolución y su desparpajo, y no me equivoqué: d...