Escrit per: Hogger
4367 paraules
Tres días después de la tormenta, el Albatros se deslizaba sobre un mar dócil, como si el propio Caribe quisiera compensar el castigo anterior. Las tablas recién calafateadas crujían al adaptarse al sol, las velas secas hinchadas de un viento firme y el olor de brea se mezclaba con el de escamas frescas.
Con la noche anterior despejada, Pierre ya podía orientarse por las estrellas, pero reconocía que ese método solo le daba dirección, no la distancia. Esta era un cálculo incierto: velocidad estimada, fuerza del viento y horas de navegación desde el último punto conocido. Un error de un día podía significar perderse por semanas.
En popa, un hombre todavía desconocido para algunos, se movía con una calma que contrastaba con la ansiedad de los demás. Willem Van der Meer , holandés de mar del Norte, había subido al Albatros en Nassau apenas un par de meses. Alto y de espalda ancha, cabello rubio ceniza trenzado hasta media espalda, bigote ancho y barba recortada, sus ojos azul pálido parecían atravesar el agua buscando lo que otros no veían. Tenía las manos grandes y curtidas, llenas de cicatrices finas de anzuelos y cuchillas. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, todo el mundo bajaba la voz.
Se encontraba arrodillado junto a la borda, sosteniendo una línea gruesa que desaparecía en el azul profundo. No había caña, solo el cordel enrollado en su antebrazo, sintiendo cada vibración. En cubierta, a pocos metros, Yusuf observaba con los brazos cruzados. Habían discutido de nuevo poco antes: Willem prefería destripar y limpiar el pescado ahí mismo, dejando que las vísceras cayesen al mar; el árabe, protector de su cocina, insistía en que el corte debía hacerse bajo techo, donde podía controlar limpieza y desperdicios. No era enemistad, sino el choque natural de dos hombres que conocían su oficio.
La línea se tensó de golpe. Willem no se levantó; agachó más el cuerpo y con un tirón seco arrancó un destello plateado de la superficie. Un dorado grande golpeó la cubierta con coletazos furiosos. Con un movimiento rápido, el holandés lo inmovilizó con la rodilla, sacó un cuchillo de mango de hueso y hundió la hoja con firmeza en el punto exacto bajo las agallas. Un corte rápido, no le gustaba prolongar la agonía de ningún animal. Después, rasgó la carne brillante hasta dejar caer las vísceras por la borda.
Varias gaviotas ya llevaban un buen rato siguiendo al Albatros, vigilando cada movimiento en cubierta. El olor de la sangre solo aceleró su danza, multiplicando sus gritos agudos mientras se lanzaban a picar en la estela espumosa. El pescador alzó la vista para observar aquel remolino de alas sobre la estela del barco. Le encantaban todas las aves; podía pasar horas identificándolas sin necesidad de abrir un libro. Era un ornitólogo empírico, formado más por la experiencia que por los libros, y conservaba la costumbre de comentar en voz baja los nom...
Capitulo 4: Sed que nunca sacia
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