La mejor penitencia ( 8 )

Salí y anduve sin rumbo fijo y terminé en la puerta de un negocio de chinos. Compré una botella de agua de litro... Y vi el parque. Ya era de noche y estaba desierto. Me senté en un banco. No eran más que cuatro jardines y una fuente marchita que exhalaba torpes borbotones de agua sucia como si fueran las ultimas bocanadas de un pescado agonizando entre las redes. Volvió a pasarme por la mente la última conversación dentro de la farmacia.
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- Será mejor que te vistas y te marches - me había dicho sin mirarme.
- Lo único que te pido - le había respondido yo mientras me vestía a toda prisa - es que me contestes a esto: ¿Cuál era el premio? ¿Cuál el caramelo que me prometiste?
Ni me miraba. De hecho no le volví a ver la cara aquella tarde..
- Pensaba que te iba a... gustar o interesar algo que tenía previsto contarte. Pero me di cuenta de que solo te hubiera jodido más.
- No sé si estoy entendido algo y prefiero no seguir escuchándote - empecé a temer que aquello podía terminar convirtiéndose en algo más que desagradable.
-Le diré a Fernando que no puedo continuar con el proyecto y que cada cierto tiempo haré alguna aportación.
- ¿ Estás queriendo decir que no vas a colaborar más en lo del banco de alimentos? - quise entender.
- Será mejor que te vayas ya - seguía sin mirarme. Lo contemplé desnudo. Su culo y su espalda. Estaba realmente bien para su edad, aunque yo no le calculaba más de ocho o diez años mayor que yo.
- Supongo que te esperan en casa, lo sé. Pero deberíamos acabar esta conversación en otro momento - sugerí antes de salir por la puerta de acceso al portal.
- ¿En casa? A mí ya... ya no me espera nadie - le envolvió un halo de amargura-. En ningún sitio, casi. ¡Mucho menos en mi casa! Mi mujer se ha marchado hace tres meses y mis hijos llevan años haciendo su vida.
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Aquel cabrón no solo me había calificado de "sobras" y, coherente con mi carácter sumiso, pensándolo bien, no era lo que más me había jodido. Ni que yo fuera un instrumento para saldar deudas, tampoco.
Pero me había inoculado un virus, un gérmen tan dañino que podía volverme loco. Supongo que quien haya llevado su lectura hasta aquí ( lo cual aprovecho para agradecérselo de corazón ) sabe a lo que me estoy refiriendo.
¡El puto premio! ¡ El maldito caramelito! Había hecho el mismo efecto, o incluso peor daño, sin haberlo degustado. Me repetía una y otra vez, sentado cabizbajo en aquel banco destartalado en la penumbra y quedándome frío, que no era, que no podía ser posible. Moviendo la cabeza como el que espanta moscas, trataba de convencerme de que lo que Aranda pensó contarme, no involucraba para nada a Fernando.
A veces, hasta la verdad está sobrevalorada. Pasa a veces lo mismo con la grosería y la soberbia...